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Mucho antes de que yo mismo me lo preguntara, en la resaca de
algún despertar, Philip K. Dick ya barruntaba la posibilidad de que el
personaje soñado sea el que nos sueña a nosotros, y no al revés. Que esto de la
realidad y la vigilia quizá sea un malentendido ancestral, y que tal vez el yo verdadero,
el de carne y hueso, sea el nocturno, y que nosotros sólo seamos los hologramas
que brotan de su inconsciente cuando él apaga su lamparita, y se acurruca entre
las sábanas, o se acuchara con su pareja a tentar la última suerte. Nosotros,
con toda nuestra petulancia, y toda nuestra trascendencia de “usted no sabe con
quién está hablando”, quizá nos levantamos camino del baño rascándonos un culo
que en realidad sólo es ectoplasma, inconsciente sin filtros, desatado en
sus funciones.
Parece una gilipollez, y puede que lo sea, pero hay días tan
absurdos, tan demenciales, en esta pretendida “realidad” de las causas y las
consecuencias, que viendo el primer episodio de Electric Dreams a uno le
entra como una pequeña duda, juguetona, con la que imaginar ciertos escenarios
de mucho reírse o de mucho llorar. Sería difícil, en mi caso, saber cuál de los
dos mundos es el real, porque lo mismo la vigilia que el sueño se parecen como dos polos del mismo zurullo que cagó el demiurgo. La tripa, además, que es mi
sentido arácnido, mi intestino de zahorí, siente las mismas cosas a ambos lados
del espejo, la pesadumbre o la emoción, la tristeza o el éxtasis, y se declara
neutral en este debate quizá gilipollesco, o quizá fundamental.
En Real Life, hay dos personajes que se plantean la
misma pregunta, al borde mismo de la esquizofrenia: ¿yo soy el soñado o el soñador?
Uno, el hombre, lleva una vida al borde del derrumbe, depresivo tras la muerte
de su esposa, sin ganas ya para el sexo ni para el goce; el otro personaje, el de Anna Pacquin, se acuesta con una lesbiana guapísima que es puro fuego en la cama, y
que además dice estar enamorada de ella hasta las trancas. Demasiado
bonito para ser verdad, me temo. O no...
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