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A veces, cuando veo a Eddie tirado en el sofá, aburrido en el
encierro que separa sus paseos, me pregunto si esta vida es la más adecuada
para él. Eddie, a su modo, también es un kiowa de las praderas, un ente salvaje
que un día apareció abandonado en un camino, como la niña Johanna que se
encuentra Tom Hanks camino de sus lecturas. Conmigo Eddie tiene la comida asegurada,
el agua, el calor, el paseo puntual por el monte. Hasta sanidad privada, tiene,
el muy jodido. Otros perros de por aquí jamás salen sin correa, o languidecen
atados en las fincas. Ay, si uno gozara del poder de mover objetos con la mente...
Milana bonita.
Puede que sea una sandez, pero a veces siento con pena que éste no es
su lugar: que él sería más feliz vagabundeando, libre como un indio, cazando durante
un rato y luego tirándose a la bartola en cualquier lugar, a la sombra de un
árbol, o al solete de unas hierbas, saludando con el rabo a los que se acerquen
a saludar.
A veces también siento que La Pedanía no es mi lugar, aunque
la glose de vez en cuando en las fotografías. Siento que me pasa como a Tom Hanks
en la película, que tampoco se encuentra a sí mismo. Él, como yo, ha emprendido
un vagabundear por la geografía que ya dura demasiado, sin atreverse a detener el carromato. Él sabe que su lugar en el mundo es San Antonio, pero le faltan las
agallas, le tiembla el pulso, y le carcomen los recuerdos. Yo, por mi parte, sé
que mi sitio está en el mar, en el Norte, como si las olas me llamaran, y la
lluvia fuera mi elemento. Pero nunca he tenido el valor de rehacer el petate,
de embarcarme en tierra para llegar hasta la orilla.
Afortunadamente, para seguir procrastinando en mi decisión, tengo
las estadísticas de mi lado. La Pedanía del siglo XXI es un lugar mucho más prometedor
para la longevidad que el Far West del siglo XIX. Hanks, en la película, en un
viaje de pocas semanas, tiene tiempo de enfrentarse a varios tiroteos, a un tornado,
a un accidente de carromato, a un brote de cólera, a una maldición atravesada que
le lanzan los kiowas... Le pasa de todo. Le roza la muerte en demasiadas
ocasiones, y al final concluye que ya es hora de dejar de hacer el indio, siendo
el, además, anglosajón, y excapitán de los ejércitos. Casi nadie llega a viejo en
el Far West, y hay que tomar las decisiones importantes con más celeridad. Yo,
de momento, sigo aquí, rascándome la barriga, deshojando la margarita, agarrado
como un gilipollas a la esperanza de vida que marcan las estadísticas.
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