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La resaca de la I Guerra
Mundial fue la gran oportunidad perdida para hacer la Revolución. La revolución
mundial, digo, la fetén, la que hubiera puesto todo el sistema patas arriba, con
los soldados que regresaban de las trincheras cargados de razones y adiestrados
en las armas, y no esa que finalmente triunfó en la Rusia de los campesinos
hambrientos y los marineros del Potemkin, que fue una conquista más simbólica
que fructífera, más sangrienta que liberadora.
El mismo Karl Marx, al que
Lenin tuvo que adaptar a las circunstancias de su terruño, hubiera preferido
que el socialismo triunfara en un país industrializado y comerciante, para que los proletarios se repartieran la
riqueza de las fábricas y los barcos, y no el pan con serrín que lo soviets distribuyeron
penosamente en los planes quinquenales. El abuelo Karl soñaba con una
revolución en Alemania, que era su tierra natal, o en Gran Bretaña, que es la
patria de los Peaky Blinders. En Alemania estuvimos a punto, pero Rosa
Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron traicionados por los socialistas tibios y
sonrosados. Ahora esas traiciones te cuestan el ostracismo parlamentario, pero
entonces te costaban el fusilamiento contra una tapia...
En Gran Bretaña, según
cuentan los historiadores, también hubo intentonas, contubernios, huelgas masivas
que amenazaron con invertir la pirámide de la riqueza. Pero faltó lo de siempre:
unidad. Mientras los comunistas arengaban en las fábricas, los Peaky Blinders,
que hubieran sido una fuerza de choque cojonuda, unos bolcheviques corajudos,
prefirieron sacar tajada particular de sus habilidades. Entregados al día a día
de ser los mafiosos de su pueblo, optaron por ser unos amorales que lo mismo se
entendían con la policía de Winston Churchill que con los terroristas del IRA. O
con los comunistas mismos, si eso era conveniente para el negocio. Les daba
igual. En los ojos azules de Cillian Murphy no se refleja ninguna ética
verdadera: sólo el egoísmo ancestral que defiende el acervo genético de la
familia.
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