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Hubo un tiempo en que yo, como José Sacristán en la película, también soñé con ser farero y perderme en
una isla lejos de los hombres, y de las mujeres. De
todas menos una: la que habría de ser mi compañera de aventura y mi colega en el
exilio.
Soñaba con vivir en un acantilado que distara varios kilómetros
del pueblo más cercano. Recorrerlos en bicicleta solo cuando necesitara
alimentos o medicinas. Tenía hasta un sitio escogido, en la costa asturiana, donde
el faro ya era eléctrico y no necesitaba más que una revisión periódica de un
técnico motorizado. Lo mío, en aquel paraje brumoso y siempre azotado por
las olas, ya era el sueño de un imposible. Pero cuando llegaba el verano yo me
entregaba a él como quien se entrega a un sueño reparador que le ayuda a
proseguir.
Hubo un tiempo, sí, cuando
los fareros todavía eran profesionales que vivían en sus faros, como señores
altaneros y encastillados, en el que soñé con llevar la misma vida -exacta,
calcada, como si me la hubieran robado mientras dormía- que empujó al personaje de José
Sacristán a perderse en la isla de Formentera. De hecho, en la película, José
Sacristán conduce un Land Rover con matrícula de León, y es como si me hubieran
plagiado hasta la procedencia provincial. Demasiada casualidad, pensé, que este
hippy proceda de unas tierras tan poco dadas a salirse por la tangente o a
vivir en la marginalidad.
Yo también soñé -y aún
sigo soñando, pero ya es un sueño dentro del sueño- con vivir al lado del mar
junto a una mujer igual de aventurada y despegada de los hombres. Bajar con
ella dos veces por semana al tumulto de la civilización, a socializar en las
terrazas para no terminar convertidos en dos gorilas en la niebla. Y
al poco, hastiados ya del contacto con los demás, con los amigos ya saludados y
las cuentas ya aclaradas, regresar a nuestro refugio para
entregarnos como dos bonobos a los amores tórridos o tempestuosos, lánguidos o
sudorosos, según las épocas del año y los vaivenes de la salud.
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