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“El que nace para ochavo
no llega a cuarto”, decía mi abuela. Y me miraba con sus gafas de culo de vaso
para indicarme que yo era precisamente un ochavo de futuro anónimo y falto de gloria.
Creo que ochavo tiene algo
que ver con las monedas antiguas, las del imperio español que se perdió en Cuba
y en Filipinas. Da igual. Es otra manera de decir que nadie hablará de nosotros-
ni de nosotras- cuando hayamos muerto. Me niego a escribir nosotres... Nosotros,
como Pilar Bardem y Victoria Abril en la película, somos los hijos de don Nadie
y los parientes del tío Ninguno, que también lo decía mucho mi abuela. Somos
los parias de la tierra, los proletarios
desunidos. Los que prostituimos la carne o el espíritu a cambio de un jornal o
de una pensión. Porque todo es prostitución cuando hay que llegar a fin de mes.
Si el personaje de Victoria Abril chupa pollas para cubrir los gastos de su
marido enfermo, lo demás besamos culos cada mañana para que el día veintitantos
llegue la nómina a nuestros hogares.
No: nadie hablará de nosotros,
ni de nosotras, cuando hayamos muerto. Porque para entonces no habremos hecho nada
para ganarnos la inmortalidad. Nos mencionarán los que nos conocieron en vida,
pero cada vez menos, y casi siempre para mal. Qué hijoputa era, dirán, o que
tacaña, o que pendona, o que calzonazos... Y luego, cuando se mueran, ya sí que
nadie hablará de nosotros. Ni de nosotras. Ya seremos, del todo, seres anónimos,
y todo la pasión y el esfuerzo se irán por el sumidero de los relojes. No
quedará nada especial para dar que hablar. No haremos nada para ser preservados
en las hemerotecas, en las videotecas, en las antologías de los siglos. Nada. Somos
la mierda cantante y danzante del mundo, que decía Tyler Durden.
Pero no hay que hundirse
por eso. Al revés: hay que conjurarse para disfrutar todavía más. Ya que solo
ahora van a hablar de nosotros, y de nosotras, que hablen para bien, y que nos amen
porque les hemos amado y ayudado en el camino.
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