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Yo he dormido - al menos que recuerde- en dos casas embrujadas. Pero no recuerdo las cosas que allí soñé. No
fueron pesadillas, eso seguro, porque por alguna extraña razón las pesadillas solo afloran en mi propia cama. Aquellas camas
eran muy acogedoras, como diseñadas para mí, y yo caía como un tronco para
soñar el vacío feliz de los tontoloides. Sucede que ambas mujeres me habían hechizado, y que yo, al principio, tampoco sabía que mis anfitrionas eran unas brujas -una diplomada en Brujería y otra licenciada en Malas Artes- y quizá por eso yo me confiaba al sueño sin temor.
Quiero decir que conmigo
no se podría haber rodado este episodio de “El gabinete de curiosidades”, que va de sueños terribles en casas embrujadas. Mis
casas encantadas fueron en realidad encantadoras, y solo el último día se
deshizo el hechizo para verlas como eran en realidad: cuevas inmundas donde
las brujas tejían sus telarañas y se carcajeaban a mis espaldas. No me pasó
como al amigo de Harry Potter en esta peripecia, que se metió en la
casa de la bruja a sabiendas, buscando la experiencia mística que le permitiera
contactar con el fantasma de su hermana fallecida.
Los fantasmas tienen muy
mala prensa y no sé por qué. Supongo que son las cosas del cine, que siempre
les presentan apareciendo por sorpresa, dando unos sustos morrocotudos. Los
fantasmas, después de todo, si existieran, serían la garantía de que existe una
vida después de la muerte. Un “algo” misterioso donde tu reflejo vaporoso aún
tiene conciencia y se acuerda de las cosas. La prórroga de la vida... Sería
fantastic, como cantaba Serrat, vivir un ratito más aunque fuera en forma de ectoplasma. Pero me da que no. Yo al menos no he visto
ningún fantasma en mi vida. Y si alguien me dijera que los ve le tomaría por loco sin dudar. La culpa, desde luego, es de los curas, que me enseñaron tantas zarandajas espirituales
que ya solo me aferro a la física y a la química para no soñar con imposibles.
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