El caso Goldman

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La verborrea revolucionaria es justa y necesaria. Mantiene vivos los ideales. Conecta a los jóvenes descarriados con las luchas de sus mayores. 

- Yo es que el movimiento obrero no lo di en el temario de la ESO...

- Pues nada, chaval, no te preocupes, que te lo explico yo.

Los chavales tienen que saber que su vida regalada se la deben a miles de trabajadores asesinados, torturados o desterrados. En los casi dos siglos que median entre las enseñanzas del abuelo Karl y la consulta gratuita con el médico hay muchos cementerios llenos de honorables. A esos hijos de puta del otro lado de las barricadas no les debemos ni los buenos días. Todo ha sido a su pesar, contra su voluntad, arrancado a hostias más o menos metafóricas.

Yo mismo soy un predicador que todavía celebra sus homilías con el “Manifiesto Comunista” en el atril. Está desfasado, pero es el evangelio original. Palabra de Karl. La doctrina, la proclama, la clase magistral... El artículo incendiario o el discurso en el Parlamento: todo eso es bienvenido. Haría falta, incluso, algo más incisivo y pedagógico. Pero pasar de las palabras a los hechos ya es otra cuestión. En las relaciones con el otro sexo (o con el mismo) es un tránsito deseable; en cuestiones políticas ya no tanto. 

Cuando coges una pistola y te lanzas a la calle -como hizo en su día Pierre Goldman- inicias la cuenta atrás de una desgracia galopante. Porque todo disparo tiene su contradisparo, todo acto su venganza, toda vesania su virulencia. No es una cuestión ética, sino práctica. ¡Al diablo el quinto mandamiento! Pero la violencia es contraproducente, temeraria, incontrolable... El aleteo de una bala en Pensilvania -o en París- puede causar un atentado terrible en la otra punta del planeta. O delante de tus putos morros. Es el efecto Trump, trasunto de aquel otro llamado llamado Mariposa. 

Las armas las cargas el diablo. Y no sólo porque se disparan con mirarlas.





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