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En un salto dramático digno de Ramón Tamames, Keri Russell ha pasado de ser comunista en “The Americans” a detentar el cargo de embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido. Su papel de diplomática al servicio del Imperio no es sólo un reto actoral, sino también atlético, al borde del deporte extremo, porque Keri se pasa la serie peregrinando de salón en salón y de reunión en reunión, cambiándose mil veces de peinado y de indumentaria -me chifla cuando va tan desastrada como yo- para acudir a la cena de gala o a consultar cosas alegales con los chicos de la CIA.
Keri va siempre a pijo sacao, o a coño sacao, siempre desbordada en el último momento por un cliffhanger que anuncia el regreso vengativo del comunismo.
Max, mi antropoide interior, bebe los vientos por Keri Russell. Nos ha jodido... Ella es la mujer ideal que él desearía para mí. Max, por supuesto, es el Ello freudiano al que le cuesta aceptar la realidad. El niño antojadizo. El rijoso caprichoso. Yo trato de explicarle que mujeres como Keri, en las redes del amor, sólo las encuentras a 200 kilómetros de distancia y a varios pársecs de indiferencia. Pero Max, por su propia naturaleza psíquica, anclada en el antropoide más bien mastuerzo y soñador, se tapa sus orejotas y saca su lengua sonrosada para emitir un sonido gutural que me silencia y me desespera.
Como yo -valga la redundancia- ejerzo de Yo freudiano en esta relación, tengo que explicarle que ahora está muy mal visto decir que tal actriz es muy guapa o que sale muy favorecida en las ficciones. Que eso, lejos de halagarla, la ofende y la cosifica. Pero como no me hace ni puto caso, tengo que asumir la responsabilidad de escribir que Keri Russell es una actriz soberbia que clava ese personaje que lo mismo riñe a su marido metomentodo que aguanta la bronca de C. J. Cregg, ahora ascendida a vicepresidenta del Gobierno.
(En un momento de máxima tensión geoestratégica, el Primer Ministro de Gran Bretaña llamó a nuestra Keri “maldita esmirriada” y Max y yo saltamos al unísono del sofá muy ofendidos e indignados. Él como paladín de su belleza y yo como don Quijote de su virtud).
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