La herida
1992
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Recuerdo a Carlos Pumares subiéndose por las paredes de su estudio una noche de 1992, en su programa “Polvo de estrellas”. Creo que ése fue el último año de Antena 3 Radio antes de su compraventa empresarial... Da igual, no es importante para la trama, pero sirve de referencia para explicar la pila de años que nos han caído desde entonces. Sobre todo a Pumares, pobrecito, que ya lleva tiempo siendo él mismo polvo de las estrellas.
Aquella noche, Pumares, aburrido de sus oyentes más bien mastuerzos y repetitivos, se puso a contar que había viajado a la Expo 92 con su familia y que le habían cobrado cien pesetas de las de entonces –“¡Cien pesetas!”, aullaba como un lobo herido- por una simple piruleta para su hijo.
- Una piruleta, una simple piruleta, con su palito, y su caramelito, y su celofán... ¡Cien pesetas! ¡Es un atraco! Si en la calle una piruleta cuesta cinco pesetas, en la Expo, como mucho, yo pensaba que me iban a cobrar 10, o 20, ya asumiendo el latrocinio... ¡Pero me han cobrado cien! ¡Cien pesetas! ¡No hay derecho!”.
Parafraseo, pero fue un poco así. Un grito indignado en la madrugada. El audio circula por la red y no es difícil encontrarlo. Ya es historia de la radio.
He recordado a Pumares mientras veía “1992” porque a él también lo imagino armado con un lanzallamas para vengarse treinta años después del feriante que le cobró cien pesetas por la piruleta. Y, ya de paso, ajusticiando a los empresarios y a los políticos que lo consintieron. Hubiera sido otra idea para la serie: no una trama con maletines llenos de millones, sino la pura venganza de un señor mayor, tal vez con algo de alzhéimer y fugado de su residencia, que lleva las cien pesetas clavadas en el alma y quiere irse de este mundo desquitándose del oprobio.
Entre la chorrada que nos ha endilgado Álex de la Iglesia y esta chorrada que yo propongo no veo gran diferencia, la verdad. Una lástima que Pumares ya no more entre nosotros para convencer a los de Netflix y firmar el contratazo.
Eso sí: en mi serie, mucho más seria, los seguratas no dejan subir a la gente en el AVE con un lanzallamas. En el Sur no sé, pero en el Norte, desde luego, para ir de León a Chamartín, te miran con cien ojos y te obligan a pasar por el escáner.
La Unidad
Aquí, en la Pedanía, hay un musulmán que hace sus recados con una furgoneta blanca decorada con suras del Corán. O eso es, al menos, lo que Yusuf explica con una sonrisa tranquilizadora cuando alguien le pregunta. En la Pedanía no hay nadie más que maneje el árabe a no ser su señora, claro, que es argelina y bastante invisible, así que nos fiamos de lo que él nos diga, a cien kilómetros del traductor más cercano.
Pero nunca se vio a nadie, por estos entornos, montando una escena de película o de serie de Movistar en la casa de Yusuf. Y aquí, las ancianas, no se apean de las ventanas, ni de los huertos, y lo escuchan todo incluso de noche.
Morir
Y aquí andamos, a los cuarenta y tantos años, con la barba que encanece y la próstata que hace ruidos. Las manchas en la piel, y las varices en la corva. La dentadura que amarillea y el pelo que se suicida. El culo atrapado en un campo gravitatorio. Pechos más grandes que los de algunas señoras de muy buen ver.
El sueño se ha vuelto más ligero y el dolor de espalda más molesto. Una pereza que emana de esta disfunción contamina cualquier voluntad de actuar: todo cuesta un poquito más cada día. Varios quejiditos físicos y mentales surgen al emprender esfuerzos que antes eran la mar de tontos. Y no te digo nada, ahora en verano, los repechos en la bicicleta... Su puta madre. Ancianos fibrosos que llevan toda su vida yendo y viniendo de la huerta, con sus lechugas y con sus calabacines, me adelantan como gregarios afanosos del Tour de Francia. Cada pedalada que trata de seguirlos es un recordatorio; cada golpe de riñón, una advertencia. Yo también llevo en el manillar a un esclavo diminuto que me recuerda que soy mortal, como los Césares de Roma.