La herida
Volveréis
🌟🌟🌟
Los espectadores, al final de la película, nos dividimos entre los que creen que Ale y Álex volverán y los que creemos que no. Yo apostaría, no sé, tres dólares, a que después de la fiesta final se dan dos besos en la mejilla y -como asegura la hija de fruta de Isabel Natividad- no vuelven a cruzarse en la vida porque ésa es una de las grandes ventajas que tiene vivir en Madrid: que allí nunca te encuentras con tu ex porque se respira libertad y solo en las ciudades comunistas puedes toparte con un viejo amor al entrar en el café.
El otro día, en “Celeste” el personaje de Manolo Solo, el paparazzo, aseguraba que había fotografiado a tantas parejas de famosos que había desarrollado un instinto arácnido para saber cuáles estaban en la cima de su amor y cuáles bajaban danto tumbos por la ladera. El paparazzo presumía de acertar un 99% de las veces. El único error -decía- lo había cometido consigo mismo, una vez que vivió muy seguro de su matrimonio y descubrió que su mujer se la pegaba con un compañero de trabajo.
Yo no voy a presumir de un 99% de efectividad en estas artes adivinatorias, pero tampoco soy un pardillo que camine ciego por la vida. Como Manolo Solo, no suelo equivocarme con el pronóstico de los amores a no ser que se trate de mis propios romances estrambóticos, pero no por ceguera, sino porque desafío contumazmente a la realidad.
En el fondo es muy sencillo: si la pareja se entiende en la cama -y por entenderse en la cama cabe desde la ausencia completa de sexo hasta la bacanal epicúrea y cotidiana, el caso es entenderse- la cosa tira para delante. Ale y Alex ya no se entienden, o se entienden a medias, y cuando en una de sus discusiones aparede la neo-palabra "cosificación" ya está todo sentenciado. En cuanto un miembro de la pareja empieza a padecer un exceso o un déficit de contactos se siente traicionado y empieza a mirar por la ventana a ver si pasa alguien con quien entenderse mejor y seguir sus pasos arrastrando la maleta.
Bajocero
🌟🌟🌟🌟
Antes estas películas sólo las hacían los americanos. Los
norteamericanos, digo. Los estadounidenses, quiero decir. Maldita sea: la doctrina
Monroe me traba la lengua al hablar. Cuando yo era pequeño decíamos “una de
americanos”, o “una americanada”, cuando íbamos al cine o nos poníamos los
sábados frente a la tele, y eran películas como ésta, molonas, sin mucho
trasfondo, a pura persecución y a puro tiroteo, como Bajocero, que la
han rodado entre Segovia y Guadalajara con unos hielos invernales que no tienen
nada que envidiar a los de Denver o a los de Kansas City. Ya era hora de
reivindicar la estepa nacional para rodar un thriller de la ruta 66, aunque
casi toda la película transcurra de noche, y entre la niebla.
Mi teoría es que antes no rodábamos estas películas porque
nos tomábamos a cachondeo nuestra propia policía. Cómo hacer una de buenos y
malos cuando nuestros maderos vestían de marrón desvaído, llevaban un boina en
la cabeza y lucían un bigotón pos-franquista (o franquista del todo, que ahí
sigue alguno puesto) que los hacía parecer guardias de opereta, casi de auto
sacramental, medio turcos o medio mexicanos. Y claro: con esas pintas nadie se
atrevía a rodar una película como Bajocero, que demanda una
credibilidad, una modernidad, unos fuerzos y cuerpas de seguridad del Estado (como
dijo la ministra con su lengua también trabada) que nos recuerden en algo a Los
hombres de Harrelson metidos en acción. Ahora ya se puede. Desde hace
algunos años, la Policía Nacional parece otra cosa, con los bigote rasurados,
el pelo corto y el aire atlético de los uniformados. Y las uniformadas. Y cómo
impone, precisamente, ese uniforme azul casi al borde de lo militar, y esos
coches patrulla que ya se nos han hecho familiares de tanto rondar por ahí. Antes
te cruzabas con un coche de Pascuas a Ramos; ahora, con el coronavirus, te cruzas
con cuatro o cinco todos los días, y eso ha creado, quieras o no, una familiaridad,
un cierto colegueo en la distancia.
Así que cuando ves a la Policía Nacional enredada en una
película como Bajocero ya no te sorprendes de nada, y te dejas llevar
por el respeto debido a la autoridad. Javier Gutiérrez no se parece gran cosa a
Charles Bronson, pero ni falta que le
hace.
Morir
Y aquí andamos, a los cuarenta y tantos años, con la barba que encanece y la próstata que hace ruidos. Las manchas en la piel, y las varices en la corva. La dentadura que amarillea y el pelo que se suicida. El culo atrapado en un campo gravitatorio. Pechos más grandes que los de algunas señoras de muy buen ver.
El sueño se ha vuelto más ligero y el dolor de espalda más molesto. Una pereza que emana de esta disfunción contamina cualquier voluntad de actuar: todo cuesta un poquito más cada día. Varios quejiditos físicos y mentales surgen al emprender esfuerzos que antes eran la mar de tontos. Y no te digo nada, ahora en verano, los repechos en la bicicleta... Su puta madre. Ancianos fibrosos que llevan toda su vida yendo y viniendo de la huerta, con sus lechugas y con sus calabacines, me adelantan como gregarios afanosos del Tour de Francia. Cada pedalada que trata de seguirlos es un recordatorio; cada golpe de riñón, una advertencia. Yo también llevo en el manillar a un esclavo diminuto que me recuerda que soy mortal, como los Césares de Roma.
Las altas presiones
En Las altas presiones, Miguel es un treintañero largo que regresa a su Pontevedra natal buscando exteriores para una película que él no dirije, aunque si la pontevedresa es guapa, e impresionable, y se siente atraída por el tipo que "hizo carrera en Madrid", él dice que sí, que la dirije, nos ha jodido, para no malograr la conquista. Porque Miguel ha venido a Pontevedra a trabajar, sí, pero también a recordar los viejos tiempos, y a cobrarse alguna pieza en la semana de safari que le paga la productora.