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“Sugar” es la serie más rara de los últimos tiempos: es cine noir durante seis episodios y -¡ojo, spoiler!- ciencia ficción en los últimos dos. Al principio es como estar viendo “El sueño eterno” porque estás en Los Ángeles y sale un detective removiendo la mierda de los ricos que le contratan. Pero, de pronto, en un giro tan surrealista como cuestionable, “Sugar” se convierte en una versión trágica de “Man in Black” con extraterrestres que intentan pasar desapercibidos y regresar por patas -o por tentáculos- a su planeta.
Había cosas raras en los primeros episodios y al final no eran extravagancias del guionista, sino los síntomas de una neurosis alienígena. Sucedía, simplemente, que no es fácil adaptarse a la vida en la Tierra y mucho menos infiltrarse entre los oriundos. Que me lo digan a mí, que llevo casi treinta años viviendo en el planeta Bierzo y todavía no termino de quedar bien camuflado.
“Sugar”, además, es una romántica parábola sobre la búsqueda del hombre perfecto. Del ideal platónico de las mujeres. John Sugar es como Don Draper pero sin su peligro ni su chulería. Sugar es guapo, atento y enigmático. Viste un traje italiano y siempre va perfumado y repeinado. En la serie no practica bailes de salón, pero seguro que los clava el muy jodido cuando suena el bandoneón de los porteños. Sugar ama a los perros y se compadece de los mendigos. No piropea a las señoritas. Es como si el sexo le interesara muy a largo plazo, o apenas le interesara. Ya digo que es el ideal platónico. No parece que vaya a enfadarse porque le digas que no te apetece o que te duele mucho la cabeza. Al revés: puede que hasta te lo agradezca.
Pero eso sí: si un desalmado se atreve a tocarte un pelo, Sugar lo muele a hostias en un santiamén. Es, ademas de todo lo anterior, un guardaespaldas de primera. Es un parto alienígena bien aprovechado. Posiblemente un reptiliano. Una vez tuve una novia loca que aseguraba haberse acostado con uno de su especie. Era la menor de sus locuras y nunca se la tuve muy en cuenta para quererla. Ahora comprendo que su fantasía quizá era la mayor de sus (escasas) sensateces.