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Sí, la temporada 4, sin haber
repasado las tres anteriores, porque T. llegó a casa como un vendaval y me pidió
que le chutase mis viejos DVD para seguir la trama donde ella la dejó, justo
cuando Walter y Gustavo deciden matarse a la primera oportunidad.
T. -que venía muy agitada,
un tanto demacrada desde la última vez que la vi- me dijo que no podía aguantar
más, que desfallecía, que confesaba ser una adicta a la serie y vivir
descoyuntada desde que salió conduciendo de su pueblo. Que las pocas horas que
había pasado sin su dosis de metanfetamina habían sido para ella como el sueño del mono
loco, o como la última abstinencia de Renton en “Trainspotting”.
Mientras yo rebuscaba los
DVD en la estantería del salón, T. me confesó que llevaba días sin apenas
dormir, amorrada al logotipo de Netflix y a la cabecera del Bromo y del Bario.
Que no atendía los recados, que apenas comía, que ya ni siquiera descolgaba el
teléfono ni atendía a los wasaps. Que por eso había estado perdida, asociable, incomunicante...
Que se había encerrado en casa a cal y canto, a pestillo puesto y a persiana
bajada. Que la perdonara, pero que la culpa era mía, por haberle recomendado la
serie semanas atrás, “¿Cómo es posible que nunca hayas visto “Breaking Bad”..?
Me dijo, nada más desplomarse en el sofá, que a la porra las películas que teníamos programadas, y las otras series, y la vida más o menos en general. Que ella consumía la droga televisiva más pura y ya no podía detenerse. La droga que fabrica Walter White en los desiertos de Nuevo México y que luego vende Vince Gilligan a 11 euros la suscripción. Me dijo– impaciente, nerviosa, casi atacada, porque el viejo aparato tarda en cargar los DVD y primero salen las advertencias de la autoridad- que las horas pasadas lejos de Albuquerque le habían parecido el decimoquinto círculo de los infiernos. Pero que no se engañaba, y que era plenamente consciente de su adicción, y que yo, que también había pasado por estos trances, tenía que entenderla y arroparla. Y ponerle los DVD de una puta vez... Y sentarme a su lado para hacer de pañuelo de lágrimas, y de alivio de tensiones, y de confidente de teorías.
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