Larry David. Temporada 9
Malcolm. Temporada 1
🌟🌟🌟
Sonrío, pero no me río. "Malcolm" no me engancha. De ella me habían hablado maravillas que yo no consigo encontrar. Lo mejor de la serie es el matrimonio Expósito y apenas sale un tercio de los minutos. A veces ni eso. Todo se va en chavalerías y en aprendizajes de Disney +.Yo los llamo así -señores Expósito- porque su apellido no consta en ningún registro, y es como ponerle nombre a unos niños de la inclusa. Su apellido verdadero ni siquiera consta en IMDB, que es el oráculo que resuelve todas las dudas y todas las curiosidades.
Los Expósito -que son los
padres de Malcolm- hacen mucha gracia porque son una pareja de follarines
que no ha perdido el apetito sexual a pesar de tener tres hijos en casa que sacarían a flote la neurosis de cualquiera, provocando
apagones de la libido y deflaciones de los miembros. Si ya es un milagro que no se hayan arrancado o eviscerado los genitales por temor a traer
al mundo otro retoño, no menos milagro es que se pasen el día jugueteando
por detrás de las escenas, tocándose, insinuándose, prometiéndose arrumacos
para cuando esos monstruos concilien el sueño. Como cuando eran jóvenes y no
sospechaban que el sexo es una trampa de la biología que sirve para perpetuar
el apellido y la supremacía del Homo sapiens.
Lo mejor de "Malcolm", me
temo, a falta de ciento y pico episodios que ya no voy a ver -porque me falta
el tiempo y se me escurre la vida- es el final alternativo que le pusieron a “Breaking
Bad” en los extras del DVD. Allí se jugaba con la posibilidad de que todo fuera
una pesadilla del señor Expósito: el cáncer de pulmón, los cárteles mexicanos,
los asesinatos cometidos... El señor Expósito despertaba bañado en sudor y le
contaba a su mujer el horror detallado de sus peripecias. Todo era espantoso
salvo que allí, en el mundo onírico, él estaba casado con una mujer rubia y muy
alta, de ojos verdes, a lo que la señora Expósito respondía:
-
Sigue soñando, cariño...
Breaking Bad. Temporada 5
“Breaking Bad” no habría terminado
como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule
todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes,
sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado
otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o
venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y
decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que
el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo,
duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los
pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la
cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.
Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología.
A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia, todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.
El camino: una película de Breaking Bad
Las películas y las
series de televisión son como las misas de los católicos: las hay de domingo y de
fiesta de guardar, que son las obligatorias para encontrar la salvación, y luego
las hay optativas, de jornada laboral, para encontrar la paz cuando se nos
tuerce el humor o compramos algo innecesario en las rebajas.
“Breaking Bad” fue una
eucaristía inolvidable, quizá la más sagrada de cuantas se han oficiado en ese
pequeño templo que es mi salón, con la tele coronando el altar y mi sofá haciendo
de banco del parroquiano. Y mis películas, por las estanterías, alumbrando al
dios Heisenberg cuando este se materializaba para cocinar meta con la
pericia de un alquimista y almacenar fajos de billetes con la avaricia de un usurero.
Las andanzas de Walter White se quedaron en el imaginario colectivo porque
todos somos un poco como él, ciudadanos anónimos con un talento oculto, y con
un orgullo amordazado, y la estampa del traficante en las camisetas ya es
iconografía de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá.
De “Breaking Bad”, como
del cerdo, lo aprovechamos casi todo, y con sus cien recovecos y sus cien
interpretaciones yo rellené larguísimas conversaciones con el hijo y con los
amigos, y ahora con T., que acaba de ser bautizada en la fe de los Gilliguianos.
Ayer, para celebrar su entrada en nuestra iglesia, vimos juntos “El camino: una película de Breaking Bad”, ella por vez primera y yo por ganas de acompañarla; y así, por nuestra santa voluntad, convertimos un miércoles cualquiera, laborable y tristón, en una misa de domingo preceptiva. En un Día del Señor por todo lo alto, con ornamentos florales y cánticos de ceremonia.
Habíamos dejado a Jesse Pinkman huyendo en su
coche destartalado, escapando de la balacera, gritando al mismo tiempo por la
alegría de vivir y por el miedo a seguir muriendo en otra desventura. Jesse
sueña con irse a Alaska, y con perderse entre los muchos fracasados de otras
películas que allí viven una segunda oportunidad. Pero para eso necesita lo de
siempre, y lo de todos: dinero.
Better Call Saul. Temporada final.
🌟🌟🌟🌟🌟
La vida tiene casualidades
que puestas en un guion nadie se las creería. Ni siquiera en un guion escrito a
cuatro manos por Vince Gilligan y Peter Gould.
Ayer, por ejemplo, mientras
yo veía el último episodio de “Better Call Saul” y cerraba el universo expandido
de Albuquerque y sus proveedores de la droga, T., al otro lado de la
cordillera, desconsolada aún por la muerte del agente Hank Schrader, veía el
último episodio de “Breaking Bad” sin todavía creerse que Walter White hubiera
devenido un criminal cegado por el ego. No estaba pactado este visionado
paralelo de ambos finales, que llegaron con apenas veinte minutos de separación
en el WhatsApp, “Joder, qué final más bueno, ya terminé la serie. ¿Tú por dónde
vas..?”. Simplemente, coincidió. Los
hados se encargaron de que ambos destinos se entrecruzaran en el vasto espacio electromagnético,
yo muy tranquilo en mi cama, con el ordenador puesto en la rodillas asistiendo
al último timo de Jimmy McGill, y T. hecha un manojo de nervios aovillada en su
sofá, con la tele de muchas pulgadas escupiendo la balacera final donde se decidió
el destino final de Walter White y Jesse Pinkman.
Yo había tardado siete
años en completar “Better Call Saul” en una digestión lenta pero muy saludable,
mientras que T. se había zampado “Breaking Bad” en apenas dos semanas de
deberes aparcados y sueños hipotecados. 62 episodios como aquellos huevos duros
que se comió Paul Newman de una sola sentada en “La leyenda del indomable”. De
ahí mi mansedumbre final, y su descomposición por momentos.
Pero ahora, ante mí, ya
no queda nada. Dicen que Gilligan ha dicho que volverá y tal, pero yo no veo de
dónde sacar hilo para una tercera serie. Los muchos muertos ya están en el hoyo
y los pocos vivos siguen a su bollo. T., en cambio superada la llorera y la
perplejidad, aún tiene por delante las seis temporadas de la segunda parte del
espectáculo: la conversión de Jimmy en Saul, y la conversión de Kim Wexler en su
ángel de la guarda.
Breaking Bad. Temporada 4
🌟🌟🌟🌟🌟
Sí, la temporada 4, sin haber
repasado las tres anteriores, porque T. llegó a casa como un vendaval y me pidió
que le chutase mis viejos DVD para seguir la trama donde ella la dejó, justo
cuando Walter y Gustavo deciden matarse a la primera oportunidad.
T. -que venía muy agitada,
un tanto demacrada desde la última vez que la vi- me dijo que no podía aguantar
más, que desfallecía, que confesaba ser una adicta a la serie y vivir
descoyuntada desde que salió conduciendo de su pueblo. Que las pocas horas que
había pasado sin su dosis de metanfetamina habían sido para ella como el sueño del mono
loco, o como la última abstinencia de Renton en “Trainspotting”.
Mientras yo rebuscaba los
DVD en la estantería del salón, T. me confesó que llevaba días sin apenas
dormir, amorrada al logotipo de Netflix y a la cabecera del Bromo y del Bario.
Que no atendía los recados, que apenas comía, que ya ni siquiera descolgaba el
teléfono ni atendía a los wasaps. Que por eso había estado perdida, asociable, incomunicante...
Que se había encerrado en casa a cal y canto, a pestillo puesto y a persiana
bajada. Que la perdonara, pero que la culpa era mía, por haberle recomendado la
serie semanas atrás, “¿Cómo es posible que nunca hayas visto “Breaking Bad”..?
Me dijo, nada más desplomarse en el sofá, que a la porra las películas que teníamos programadas, y las otras series, y la vida más o menos en general. Que ella consumía la droga televisiva más pura y ya no podía detenerse. La droga que fabrica Walter White en los desiertos de Nuevo México y que luego vende Vince Gilligan a 11 euros la suscripción. Me dijo– impaciente, nerviosa, casi atacada, porque el viejo aparato tarda en cargar los DVD y primero salen las advertencias de la autoridad- que las horas pasadas lejos de Albuquerque le habían parecido el decimoquinto círculo de los infiernos. Pero que no se engañaba, y que era plenamente consciente de su adicción, y que yo, que también había pasado por estos trances, tenía que entenderla y arroparla. Y ponerle los DVD de una puta vez... Y sentarme a su lado para hacer de pañuelo de lágrimas, y de alivio de tensiones, y de confidente de teorías.
Your honor
🌟🌟
No. Paso. Esta historia ya me la han metido muchas veces, y
además doblada. Ya no quiero más fisting en mi vida. Ahora, de mayor, sólo
quiero amor y ternura. La vida es demasiado corta, y las series demasiado
largas. Y además ya son muchas: cientos, miles, camino ya del millón, ahora que
incluso el Ayuntamiento de Valdeteja va a empezar con la producción propia, con
series como “Montaña arriba”, o “El pastor y la zagala”, y la mejor de todas,
“Llega un madrileño de veraneo”, para estrenarlas dentro de unos meses en otra
plataforma online llamada “Valdeteja Plus”, a 9’99 euros al mes, y un chaleco
de lana de regalo, en cada suscripción.
Que no: que no hay vida, no hay tiempo, y esto ya es una
marabunta de series, una selva de ficciones que ya crece sin control, tapando el
sol, y ocultando los caminos al caminante. Ni todo va a ser follar -como
cantaba Javier Krahe- ni todo va a ser quedarse frente a la tele, como quieren estos malandrines
de los estudios americanos. Hay que desbrozar a machetazos, sin compasión, para
encontrar la senda de la vida perdida: retomar la lectura, los paseos, el amor en los tiempos del virus. ¿Qué te enrollas?: zas, fuera; ¿que te vas por las ramas de Úbeda?:
zas, a tomar por el culo.
Your honor empieza muy bien, con Bryan Cranston
haciendo de las suyas, porque él es un actor de voz cavernosa y gesto
implacable que llena la pantalla. ¡Él era el puto Heisenberg!, no lo
olvidemos... Pero las amistades, y los internautas más sinceros, ya me habían
advertido que, esto, al final, es lo de casi siempre: los guionistas te enseñan la pierna, el inicio del escote, y
cuando ya te tienen hechizado empiezan a marear
la perdiz, y te endilgan eso que ellos llaman “desarrollo de los personajes”,
que es el eufemismo de moda para referirse al rollo de los secundarios que
molestan, de las tramas que sobran, del engorde artificial que da de comer a la
industria.
He llegado al capítulo 4. Quedaban otros 6. Dicen que al
final el sufrimiento queda redimido. Pues bueno. Pues vale. Pues me alegro.
Contagio
🌟🌟🌟🌟
Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven
Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la
conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como
Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen
un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de
matar.
Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un
terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría
a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a
la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para
hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información,
pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué
nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto
por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por
aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más
mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un
virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez,
que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la
geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la
enfermedad.
Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas
escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el
virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el
caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el
chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que
primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y
Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego
su padre arreglándolos.
Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la
realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón
negro en mi banderita española.
Electric Dreams: Human Is
🌟🌟🌟
En el futuro imaginado por Philip K. Dick en “Human Is”, la
humanidad ha cambiado tanto gracias a las presiones evolutivas, que ahora son las
mujeres las que piensan a todas horas en el sexo, mientras que los hombres, cuando
llega el momento propicio, suelen decir que no, que les duele la cabeza, que no
están de humor, que su amante o su esposa no se merecen el polvo por la
discusión tonta que tuvieron al mediodía.
Eso es lo que le sucede al personaje de Bryan Cranston, que
no está a lo que está, que descuida su matrimonio, que está más pendiente de
luchar contra la raza de los rexorianos que de tener satisfecha sexualmente a
su mujer. Ella, suponemos, lleva muchos años padeciendo esta frialdad marital, y cuando empieza el episodio la descubrimos buscando sexo en una
catacumba muy turbia, pero muy tecnológica, con hombres y mujeres igual de
atractivos que ella, que la verdad es que lo rompe, la muy guapa. No estaba yo
muy atento en esa escena por culpa de un accidente doméstico, pero seguramente tuvo
que decir “Fidelio” en la puerta de entrada para acceder a la orgía, como Tom
Cruise en aquella noche tan loca de su deseo.
Cuando Bryan Cranston regresa de una misión guerrera convertido
en amante solícito y eficaz, siempre dispuesto a satisfacerla con erecciones
poderosas, y manos de prestidigitador, Vera, su mujer, empezará a sospechar que
ahí hay gato encerrado. O rexoriano encerrado, mejor dicho, porque esos alienígenas
tienen la mala costumbre de introducirse en los seres humanos, asesinar su voluntad
y utilizar su cuerpo suplantado para ir sobreviviendo de planeta en planeta,
errantes y amorfos. El día que Vera disfruta de un orgasmo como hacía años que
no disfrutaba, de grito pelado, y manos asiéndose a las sábanas, comprenderá
que su marido, el gélido, el frío, el que decía que el sexo “no era lo más
importante en una relación”, se ha quedado frito en el planeta de las batallas,
y que este rexoriano que lo sustituye, aunque sea un enemigo del Estado, y de
la Raza Humana, bien merece el perjurio ante un tribunal, con tal de tenerlo
todas las noches metido entre las sábanas.
Argo
En las películas donde el personaje tiene que pasar un control aéreo o policial para salvar la vida, y todo depende de poner cara de panoli y saber reprimir el baile de San Vito, siempre hay un momento en el que yo, cowboy de ciudad, aventurero del sofá, intrépido de mi pedanía, me meto en su piel gracias a las neuronas espejo y me descubro cagado de miedo, cagado literalmente, digo, en la cola de los pasaportes, o meado en los pantalones, pillado in fraganti por la mala relación de mis esfínteres con los centros de control. Son los milagros que obran esas jodidas neuronas, que convierten cualquier película en una experiencia personal...
Me pone muy nervioso, muy acomplejado de mí mismo, esa escena en la que los seis rehenes han de memorizar sus nuevas identidades en el plazo de una noche. Una biografía completa, inventada, que incluye nombre de los padres, amigos de la infancia, lugares de estudio, notas obtenidas, primeros amores, currículum laboral, pasta de dientes preferida… Yo sería incapaz de memorizar todo eso bajo presión, temeroso de perder la vida en una confusión tonta ante el miembro barbudo de la Guardia Revolucionaria. Uno no está hecho para la vida aventurera, jamesbondiana, como la que llevaban estos tipos en la embajada de Teherán, cuando el ayatolá empezó a tocar la pirola de los americanos, que cantaban los de Siniestro Total.
La última bandera
Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado...
Breaking Bad. Temporada 3
Breaking Bad es el relato de cómo Walter White -profesor de instituto, padre ejemplar y esposo amantísimo- llegó a convertirse en Heisenberg el traficante, el capo de la droga más temido en Albuquerque y sus alrededores. Su caída en el lado oscuro de la fuerza es tan fascinante como la de Anakin Skywalker en la saga galáctica de George Lucas. Compone la que quizá sea la mejor serie dramática de todos los tiempos, pues en Breaking Bad no hay episodios de relleno, ni tramas que desbarren, ni secundarios absurdos que chupen minutos sin sentido -bueno, la cuñada cleptómana, quizá. Vince Gilligan nunca dejó que otros niños jugaran a otra cosa con su juguete más querido, y le salió un producto irreprochable, repensado, que va del punto A al punto B directo como un cohete, sin dudas ni volantazos.
Breaking Bad. Temporada 2
La deriva hacia el mal de Walter White -que acarrea la destrucción de su matrimonio, la desdicha de Jesse Pinkman, y la locura homicida que se lleva por delante a varios personajes- no se hubiera producido si en Estados Unidos existiera una Seguridad Social que sufragara operaciones tan costosas como la suya. Si Walter White hubiera vivido en Albuquerque provincia de Badajoz, y no en el otro Albuquerque, estado de Nuevo México, nos hubiéramos quedado sin esta serie modélica, y sin Better Call Saul, además, que vino antes, o después, según se mire. En el Albuquerque original, cuna de quienes pusieron nombre a la ciudad en el desierto, no habrá tantos adelantos de la vida moderna, pero al menos, allí, ponerse enfermo de gravedad no implica necesariamente cargarse de facturas, de hipotecas, de apreturas.
Breaking Bad. Temporada 1
1. Hace mucho tiempo, en una galaxia personal muy diferente, daba comienzo en mi televisor la primera temporada de Breaking Bad. El mundo de los enterados iba ya por la segunda temporada, y desde su puesto avanzado en la expedición anunciaban que esta serie era distinta a todas las demás. Existía un consenso infrecuente sobre una ficción que decían singular, violenta, dramática, ingeniosa, cómica por momentos. Leías el periódico, comprabas la revista, escuchabas la radio, y todo era Breaking Bad por aquí y Breaking Bad por allá. Ya no recuerdo si primero descargué algunos episodios en internet y luego, ya convencido, compré los DVDs en las rebajas, o si me lancé directamente a por ellos en un acto de fe religiosa. Sólo sé que antes de enfrentar la primera tabla periódica con el Br-omo y el Ba-rio que sobresalían, salía un tío en calzoncillos en mitad del desierto, armado con un revólver, enfrentado al destino policial que venía aullando por la carretera. Aquella extravagancia podía ser el inicio de una gran decepción o de una gran aventura. El resto ya es historia.