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Casa en llamas

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Hace pocos meses vi otra película española que también se llamaba “La casa”, pero a secas, sin llamas. Y voto a Bríos que son la misma película con ligeras variaciones. No parece un caso de plagio ni un remake apresurado. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. Las dos películas están bien y cuentan con elencos de mucho poderío, pero no justifican que yo mueva un solo dedo para desentrañar la misteriosa coincidencia. Sé que en el fondo da igual: dentro de unos meses las mezclaré, ya no sabré cuál era la hablada en castellano y cuál en catalán, y sólo recordaré que las dos iban de pijos y pijas con un casa muy bonita para vender.

(Lo que nunca se me olvidará -también lo voto a Bríos- es que en una de ellas salía Macarena García ya curada de sus traumas en “La Mesías”. Viendo una de estas películas yo era el espectador; en la otra, el espectador en llamas).

No sé qué pasa últimamente con los pijos de las películas, que se ponen a vender sus casas en lugares paradisíacos porque ya no las usan para veranear o para pasar las navidades. Si acaso para ir a follar con sus amantes, porque los pijos ya sabemos que nunca paran de triscar. Se han vuelto tan urbanitas que ya no les mola la contemplación del mar o la vista de las montañas. Justo estos días estaba leyendo una novela de Milena Busquets y la pobre mujer también anda en la misma problemática con su casa de Cadaqués. Es como leer el diario de un ricachón depresivo que no sabe cuál de sus jets privados poner a la venta. No sé que pensaría Georgina Ronaldo de todo esto. 

De hecho, porque justamente está rodada en Cadaqués, en los tramos más aburridos de “Casa en llamas” yo buscaba a Milena Busquets al fondo de las escenas por si hacía de extra o nos regalaba un cameo en el chiringuito de la playa, o en el aeródromo donde seguramente también la han llevado a volar sus muchos amantes escogidos. Como Meryl Streep en “Memorias de África, elegida, trascendente, contemplando a los pobretones y a la gente sin gusto desde las alturas de la burguesía que desprecia sus casoplones.





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Loco por ella

🌟🌟🌟


Del mismo modo que Orfeo bajó a los infiernos para rescatar a Eurídice de entre los muertos, Adri, el enamorado de la película, bajó al manicomio para rescatar a Carla de entre los locos. Los mitos griegos se reciclan una y otra vez en nuestra cultura. Incluso en las propuestas de Netflix, tan modernas y tan molonas. Esto sucede porque en realidad las historias de amor se reducen a tres o cuatro arquetipos. O a solo dos, como sostenía Marcel Pagnol: un hombre encuentra a una mujer; si follan, es una comedia, y si no, es una tragedia.

Si nos atenemos a las palabras de Marcel Pagnol, Loco por ella es una comedia porque Adrián y Carla follan, y además lo hacen a lo grande, tan jóvenes y estupendos. Pero el asunto no es tan sencillo como parece, y aquí don Marcel, al menos, tendría que reconocer el asomo de una duda. Carla es una chica guapísima, intrépida, vital... El sueño de cualquier picaflor que desea encontrar el tulipán definitivo. El problema es que Carla vive internada en un sanatorio mental, diagnosticada de trastorno bipolar, y lo mismo te arrastra a la fiesta, y te echa el polvo del siglo, y te deja hipnotizado con su mirada de gata inteligentísima, que al día siguiente, secuestrada por su mal, prefiere no saber nada de ti, y te fulmina con la misma mirada, con el humor vuelto del revés, y el alma enturbiada, y la depresión acuchillando tras sus pupilas...

Aun así, Adri, tras visitar el lado oscuro de la luna, decide que la relación le compensa. Que lo bueno de Carla vale muchísimo más que lo malo de Carla. Que en ella hay más luz que sombra, y más oro que mierda.  Algunos espectadores llaman a este cálculo amor, y echan la lágrima viva en la última escena. Yo también, ojo, porque la historia me roza, y me desempolva memorias muy lacerantes. Pero es mi yo romanticón y tonto del culo el que llora. El otro, el racional, el que una vez también bajo a los infiernos en una operación de rescate, sabe a ciencia cierta que Adrián se ha equivocado con las matemáticas. Que ahora está poseído, excitado -enamorado, vale-, y se cree capaz de sortear las tormentas cuando lleguen. No sabe lo que le espera...




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El pregón

🌟🌟

Andreu Buenafuente y Berto Romero se ganan la vida haciendo chistes entre Madrid y Barcelona, recorriendo un puente que ya es más ferroviario que aéreo, mientras que yo, atado por las circunstancias, nunca salgo de este cuadrante noroeste por donde suelen llegar las borrascas. Nunca hemos sido presentados, y nunca hemos coincidido en los contextos. Sin embargo, yo les considero dos amistades consolidadas, ya veteranas, que llevan años entrando en mi casa con su late night pletórico de gilipolleces, y ahora también con su programa de radio, donde improvisan sus filosofías y desgranan sus vivécdotas, o sus anencias, según tengan el día. 

    Cuando les veo, o cuando les escucho, siento que encajo estupendamente en su mundo de filias y fobias, de referencias y recochineos. Por debajo de sus tonterías fluye un cinismo simpático, un vitriolo azucarado, que siento muy próximo a mis propias descojonaciones, y daría un huevo, y la yema del otro -ahora que ya me he reproducido y que ninguna damisela quiere escalfarlos de nuevo-, por formar un trío cómico con ellos y recorrer los platós en una juerga de risas perpetuas y trabajo concienzudo.


    Sólo por ellos he desoído las muchas advertencias que desaconsejaban ver El pregón, algunas de ellas muy respetables. Aunque la película fuera una mierda -que no sería para tanto- yo quería verles actuar juntos, a ver qué tal se les daba el empeño. A Berto ya le conocía de Anacleto, y de Ocho apellidos catalanes, donde se curraba los personajes con mucho desparpajo, pero a Buenafuente sólo le había visto de cameísta en algunos Torrentes, que es poca cosa, y mala plaza. En El pregón, ellos son los hermanos Osorio, dos viejas glorias del techno-pop que ahora las pasan canutas para llegar a fin de mes, y que se prestan, por cuatro duros, a dar el pregón en las fiestas de  Proverzo, un pueblo de costumbres ancestrales donde se celebran romerías de la Virgen y se lanzan cabras desde el campanario. El típico desencuentro entre urbanitas y paletos que tantos réditos le proporcionó a la cinematografía nacional, pero que ahora, en pleno siglo XXI, es un recurso que ya queda muy rancio y algo ridículo. El pregón es el intento fallido de domesticar a estos dos, de someterlos a una historia que además, para más inri, no tiene ni un ápice de gracia. 



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