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El último golpe

🌟🌟🌟


Siempre he admirado a los hombres que saben hacer de todo. Los manitas de toda la vida. Si yo fuera una mujer heterosexual y torpe les preferiría por encima de cualquier otro. Para qué quieres la poesía, el bíceps, el sentido del humor... el dinero incluso, cuando necesitas la resolución ipsofáctica de un desarreglo cotidiano. Ni los retretes se desatascan con versos ni las hormigas se repelen a puñetazos. El sentido del humor no puede hacer nada cuando se inunda la cocina o aparece una gotera en el tejado. Amenizar la llegada del fontanero y poco más. El ideal sería casarse con un fontanero que bordase los chistes y clavase las imitaciones. 

Quizá admiro tanto a los manitas porque vivo -o malvivo- en el extremo opuesto de la campana de Gauss, incapaz de solucionar cualquier problema relacionado con la ingeniería. Woody Allen contaba que nunca supo cambiar la cinta de su máquina de escribir -yo apenas estoy dos percentiles por encima de su inutilidad-, y siempre tenía que recurrir a los amigos que pasaban por el apartamento, invitándoles a cenar a cambio del favor. 

Yo milito en ese mismo ejército de inútiles integrales, de hombres sin manos, de enredados neuronales, de pichas que se hacen un lío de continuo. El otro día se atascó el fregadero de mi cocina -estableciendo un círculo vicioso con el bombo de la lavadora- y así sigo, irresoluto, contemplativo, esperando que mi casero resuelva con la compañía de seguros mientras yo friego los cacharros en la ducha y acumulo ropa sucia en el cesto maloliente. Elegí un mal día para apuntarme a lo de Tinder...

En “El último golpe”, Gene Hackman interpreta a un hombre capacitado para sobrevivir a una explosión nuclear. David Mamet nunca rodó una secuela, pero me imagino a don Gene sobreviviendo en el universo de Mad Max como rey de alguna tribu majadera sólo porque es capaz de hacer de todo: fundir metales, barnizar maderas, pilotar barcos, armar explosivos, hacer torniquetes, butronear cajas fuertes... Es un decatleta de la mañosidad. La imbécil de su novia no sabe lo que se pierde al traicionarle. Hay mujeres muy desnortadas por ahí. 




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Man on the moon

🌟🌟🌟🌟

“Man on the moon” fue la primera película que vi en el cine cuando vine a vivir a La Pedanía, hace ya un cuarto de siglo. Un cuarto de siglo...

Porque sí: hubo un tiempo en que yo también iba a las salas de cine a “compartir la experiencia” con mis semejantes. A escuchar sus ruidos, sus voces, sus plásticos estrujados... El rebuscar de las palomitas. Sus teléfonos móviles, que ya entonces empezaban a dar mucho por el culo. Sus gracias y sus exabruptos. El cine como iglesia, como comunidad de los creyentes... Menuda gilipollez. Quién hubiera sido un hombre sobre la luna silenciosa y vacía, man on the moon.

Yo iba al cine para ver las películas en pantalla grande, no para socializar ni para celebrar una eucaristía. No había otro remedio: en 1999 las pantallas gigantes aún no existían en los hogares. Y si existían, costaban un huevo y se veían de puta pena por culpa de las definiciones paleolíticas. Pero ahora, en 2024, hasta los funcionarios del tipo B podemos montarnos nuestra "cinema experience" sin tener que aguantar a los demás, y además en versión original, y con subtítulos, y con pausas discrecionales para levantarse a repostar. Todo son ventajas en los tiempos modernos.

No había vuelto a ver “Man on the moon” desde entonces. En mi recuerdo era una ida de olla con grandes aciertos y muchas excentricidades. Demasiado autorreferencial para el público europeo. Como si estrenáramos en Los Ángeles un biopic sobre el señor Barragán o sobre Chiquito de la Calzada. "Uno que llegarrr..." Quién iba a entender allí el meollo de la broma, la cosa celtibérica, más allá de la cuestión universal de los límites del humor.

Pero el otro día, en la terraza del bar, el amigo de La Pedanía me dijo que había vuelto a ver "Man on the moon" en una plataforma digital y que le había sorprendido lo buena que era. “Anímate", me dijo, y yo le hice caso porque venimos a coincidir en un 60% de los casos, que no es un porcentaje baladí. Hablo de cine, claro, de ficciones en general, porque en lo tocante a la belleza de las mujeres o al aprecio general por nuestros semejantes somos como esos libros escritos por Millás y Arsuaga: la vida contada por un sapiens a un neandertal. Y viceversa.




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Cómo conquistar Hollywood

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Para conquistar Hollywood se me ha pasado el arroz. Dicen las amistades que ahora estoy mejor que nunca, en lo fenotípico, gracias a que no uso Grecian 2000, pero ni aun así. Y luego, en lo que al oficio de actor se refiere, la verdad es que nunca he estado en condiciones. En 2ª de EGB, en la actuación de Navidad, a mí me tocó hacer de pastorcillo retraído, allá por la tercera fila del escenario, e incluso así, sin línea de diálogo, sin cuerpo expuesto a la multitud, yo sentía que me cagaba de miedo. Que me cagaba físicamente, con el esfínter abierto, y las piernas temblando, y un rezo en los labios para obrar el milagro del tiempo acelerado. Aquella tarde de invierno en León -un invierno cojonudo, de los de antes, de los de no quitarte el chaleco de borrego tras la actuación- comprendí que yo no valía para las tablas. Que esa naturalidad que se necesita para conquistar primero el terruño, y luego Madrid, y más tarde el otro lado del charco, como hizo Antonio Banderas, estaba muy lejos de mi repertorio conductual.


Para conquistar Hollywood como lo hace John Travolta en la película hay que ser, eso, John Travolta. Para empezar, tener ese par de ojos azules que son un regalo de la naturaleza. Un ventaja crucial para cualquier empresa de la vida. La laboral, o la reproductiva, o la del mero placer. Hay un monólogo maravilloso de Iggy Rubin en el que primero se queja de haber nacido con los ojos castaños y luego le achaca a su padre, que los tiene azules, que los malgaste a diario en la lectura del Marca, como un ojioscuro cualquiera, pudiendo salir a la calle para triunfar en cualquier cosa que se proponga. 


Luego, por supuesto, hay que caminar como John Travolta. Si en Fiebre del sábado noche sus andares eran demasiado chonis para mi gusto, aquí, en los felices años noventa, su andar ya es directamente materia de estudio, y de envidia, objeto de la biometría de los ligones. Cómo mueve los hombros, y las caderas, el muy jodido, con ese pequeño balanceo que a ellas, las actrices de Hollywood, las deja turulatas, y a ellos, los productores de Hollywood, los deja encandilados con sus propuestas de guion o sus promesas de financiación. Así cualquiera.



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Todo lo demás

 🌟🌟🌟

A los hombres del montón, las mujeres siempre nos han venido de cero en cero, o de una en una, y jamás nos hemos visto en ese dilema -al parecer muy estresante, de necesitar incluso un psicoanalista- de tener que elegir entre dos mujeres que se interesan y rivalizan al mismo tiempo. Un postureo depresivo que no se entiende muy bien, la verdad, ni en la película ni en la realidad, porque el hombre así requerido no suele ser agasajado por dos mujeres cualesquiera, además, sino por lo mejor de cada ecosistema, una rubia y una morena, o las dos rubias, e incluso alguna pelirroja, que ya son harina de otro costal.




    Es por eso que uno, arrellanado en su sofá, en este ciclo Woody Allen que me está saliendo los viernes por la noche, no termina de entrar en la trama de Todo lo demás, aunque de vez en cuando la película te haga sonreír, y te saque unas actrices que jodó petaca, como decíamos de chavales en León, jodó petaca, para exclamar ante las bellezas que mostraba la vida. Qué más quisiera uno, ay, que empatizar con el personaje de Jason Biggs para enseñarle a resolver ecuaciones de segundo grado, con dos incógnitas igual de seductoras para despejar. Pero uno es lo que es, como cantaba Serrat, y nunca ha sabido resolver nada más complejo que una ecuación de primer grado, con su única X impepinable.  (Y la de veces, pienso ahora, que me habrán despejado a mí las mujeres guapas, de un matemático puntapié, en sus ecuaciones de múltiples incógnitas que las sueñan…)

    Un huevo metafórico, hubiera dado yo en la mocedad, por vivir esa desventura de Jason Biggs en la película, ese quilombo, ese martirio, esa duda existencial de tener que elegir entre las neoyorquinas más atractivas que corretean por Central Park. Ya no sólo por el orgullo, por la hombría satisfecha, sino por poder darle un buen consejo al chaval, una sapiencia de buenorro curtido y veterano, y decirle, lo primero, antes que nada, que deje de hacer el panoli con esa manipuladora de Christina Ricci, y que se vaya -¡pero en qué cojones está pensando!- con esa chica llamada Connie que es, jodó petaca, más guapa que un ángel del Señor, y que además lee sus mismos libros, y escucha sus mismos discos, y frecuenta sus mismas galerías de arte, allá en la 7ª Avenida de los neoyorquinos.

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Tras el corazón verde

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Ya sé que le he puesto tres estrellas ahí arriba, en la crítica, llevado por la nostalgia de los viejos tiempos, pero tampoco quisiera engañar al lector o a la lectora: Tras el corazón verde es más bien mala, absurda, y ha envejecido como el vinagre y no como el buen vino. Le han caído los años como costras, como lamparones en la piel, desde que mis amigos y yo la alquilábamos en el videoclub para enamorarnos de Kathleen Turner y sentir el vértigo de las persecuciones y los tiroteos. Que además tenían lugar en la selva de Sudamérica, y aquello era como volver a ver a Indiana Jones en acción, con las lianas y las serpientes, el chiste ocurrente y la rubia jamona que le acompañaba en la aventura.



    En 1984 yo todavía era un niño muy impresionable, un cinéfilo muy lejos de David Lynch o de Eric Rohmer, y cualquier majadería de persecución al estilo Equipo A me dejaba boquiabierto. Ahora, enfrentado a las viejas películas, no termino de entender aquella fascinación por la violencia que sólo era un pim, pam, pum y una exhibición idiota de las armas. Una cosa que en realidad se rodaba para los adolescentes de Oklahoma, inmersos en la cultura del rifle, del fusil automático, del voy a salir el domingo con papá a pegar unas ráfagas por el monte, y no para nosotros, los chavales de León, que el único fusil que habíamos visto en nuestra vida era el cetme de los soldados que hacían guardia en el cuartel.

    Lo único que no ha envejecido en Tras el corazón verde es el amor de este cuarentón por la belleza de Kathleen Turner, que se preservó en los fotogramas antes de que la enfermedad la retirara. Una vez conocí a una mujer encantadora que me enviaba corazones verdes para indicar que le gustaban mis comentarios y mis escritos, y eran corazones verdes muy parecidos a esta esmeralda de la película. Nunca lo entendí muy bien, la verdad, porque en internet se dice que el corazón verde es una expresión de amor por la naturaleza, o una expresión de celos entre los amantes, y en nuestro caso ni lo uno ni lo otro. Una vez se lo dije, ella me dijo que ok, que tomaba nota, y volvió a enviarme un corazón verde al final de sus palabras. Quizá soy yo el equivocado después de todo, así que nada: le dedico un corazón verde a Kathleen Turner, y a aquella mujer, por los viejos tiempos, signifique lo que signifique.

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Colgados en Filadelfia. Temporada 2

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En la segunda temporada de sus andanzas, los colgados en Filadelfia han comprendido que en la vida de un treintañero hay algo más que sexo. No todo va a ser follar, que cantaba Javier Krahe. También hay que hacer recados, y limpiar el cuchitril, y hacer tiempo en las consultas de los doctores. Las jodiendas del vivir, en defniitva, que antes ocupaban un tiempo marginal. Y entre ellas, la más importante de todas, ganar dinero. Porque los colgados no montaron su pub irlandés para hacer negocio, sino solo para ligar. Para que Mahoma no tuviera que ir a la montaña de otros garitos donde dejarse el dinero en copas  y el estómago en garrafones, sino para que fuesen las montañas de Filadefia, tan guapas y resaladas, las que vinieran a su Mahoma para jugar a las sonrisas y al flirteo.


    Su pub, que está montado con el kit básico de los pubs americanos, da lo justo para vivir, para ir reparando las cuatro bombillas y cumplir con los impuestos del ayuntamiento. Es por eso que los colgados tendrán que emplear su malévola estupidez -por no decir su deshonestidad, y su cara de cemento armado- para engordar sus cuentas corrientes. Si la vida es un avión con dos motores, el viaje de estos cachondos iba bastante escorado hacia el sexo, peligrosamente volcado hacia el desastre. Así que ahora, en los nuevos episodios, sin despistarse de cualquier oportunidad , estos impresentables le van a meter caña al otro motor para enderezar el rumbo. Usarán sus malas artes para sacarle un dinero a cualquier ocurrencia que cruce por su meninges. Con nulos resultados, of course...
 
    Y si por un casual asoma un prurito de moral o de decencia en sus conductas, ahí está el personaje de Danny DeVito para dar testimonio -como padrazo que es, y como tipo baqueteado por la vida que presume- de que en el amor, como en la guerra, o como en los trapicheos de trastienda de bar, casi vale cualquier cosa.

    Una comedia modélica sobre personajes impresentables.




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La guerra de los Rose

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Donde ha crecido la pasión luego no puede crecer la indiferencia. En el jardín de los amantes, las flores destilan un veneno perfumado, casi imperceptible, que se filtra en la tierra con cada lluvia de primavera. Cuando las flores se marchitan, en ese campo, como en los campos que asolaban los hunos, ya nunca vuelve a crecer la hierba. Tras el paso del amor podría quedar eso: una pradera verde, insustancial, en la que no crece nada bonito pero tampoco se retuercen los espinos ni se acumulan las cenizas. Pero el veneno que fluía al mismo tiempo con el sudor y las secreciones vuelve el campo negro, improductivo, como en las tierras oscuras de Mordor. Y cuando los ex-amantes vuelven a cruzarse sólo encuentran un yermo con muchos cardos y muchas piedras para arrojarse.

    El matrimonio de los Rose se quiso tanto en los años de bienaventuranza -tan anglosajónicos ellos, tan rubios, tan atractivos- que ahora, en el toque de retirada, se odian con saña de bestias para compensarlo. La pasión ardiente se les tornó odio cejijunto. O sucede, simplemente, que el sexo disimulaba las pequeñas hogueras que se iban encendiendo cada día. Una pequeña contrariedad, una manía insoportable, un desprecio que nunca se olvidó... La vida en pareja, en definitiva. La sagrada institución del matrimonio. Al lado de ese gran sol que se encendía sobre la cama nada más llegar la noche, todos los pequeños incendios palidecían y quedaban relegados. El sexo de los Rose era una fragua de Vulcano, un alto horno de la siderurgia, y cuando un día se quedó sin carbón y terminó por apagarse, dejó tras de sí una montaña sucia de escombros. Una masa informe de reproches y cuentas pendientes. 

 Fue así como empezaron un divorcio en el que ninguno de los dos podía ganar...



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