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Man on the moon

🌟🌟🌟🌟

“Man on the moon” fue la primera película que vi en el cine cuando vine a vivir a La Pedanía, hace ya un cuarto de siglo. Un cuarto de siglo...

Porque sí: hubo un tiempo en que yo también iba a las salas de cine a “compartir la experiencia” con mis semejantes. A escuchar sus ruidos, sus voces, sus plásticos estrujados... El rebuscar de las palomitas. Sus teléfonos móviles, que ya entonces empezaban a dar mucho por el culo. Sus gracias y sus exabruptos. El cine como iglesia, como comunidad de los creyentes... Menuda gilipollez. Quién hubiera sido un hombre sobre la luna silenciosa y vacía, man on the moon.

Yo iba al cine para ver las películas en pantalla grande, no para socializar ni para celebrar una eucaristía. No había otro remedio: en 1999 las pantallas gigantes aún no existían en los hogares. Y si existían, costaban un huevo y se veían de puta pena por culpa de las definiciones paleolíticas. Pero ahora, en 2024, hasta los funcionarios del tipo B podemos montarnos nuestra "cinema experience" sin tener que aguantar a los demás, y además en versión original, y con subtítulos, y con pausas discrecionales para levantarse a repostar. Todo son ventajas en los tiempos modernos.

No había vuelto a ver “Man on the moon” desde entonces. En mi recuerdo era una ida de olla con grandes aciertos y muchas excentricidades. Demasiado autorreferencial para el público europeo. Como si estrenáramos en Los Ángeles un biopic sobre el señor Barragán o sobre Chiquito de la Calzada. "Uno que llegarrr..." Quién iba a entender allí el meollo de la broma, la cosa celtibérica, más allá de la cuestión universal de los límites del humor.

Pero el otro día, en la terraza del bar, el amigo de La Pedanía me dijo que había vuelto a ver "Man on the moon" en una plataforma digital y que le había sorprendido lo buena que era. “Anímate", me dijo, y yo le hice caso porque venimos a coincidir en un 60% de los casos, que no es un porcentaje baladí. Hablo de cine, claro, de ficciones en general, porque en lo tocante a la belleza de las mujeres o al aprecio general por nuestros semejantes somos como esos libros escritos por Millás y Arsuaga: la vida contada por un sapiens a un neandertal. Y viceversa.




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Amadeus

🌟🌟🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica que sostiene Ignatius Farray en sus payasadas, “Amadeus” es una mierda de película porque en realidad su personaje principal no es Mozart, sino Salieri, y el título, por tanto, engaña al espectador con un truco publicitario. 

Siguiendo este razonamiento tan estúpido como interesante, “Amadeus”, para ser la obra maestra que otros decimos que sí es, tendría que haberse titulado “Antonio”, o “Salieri”, para ser justos con su verdadero protagonista y honrados con los espectadores. Hubiera sido una decisión más valiente, sin duda, más acorde con un guion que prefiere centrarse en el envidioso y no en el envidiado. En el malvado y no en el genio musical Pero también -todos lo sabemos- una apuesta de nulo recorrido comercial.

Pobre Salieri, ay, tan malparado ya para los restos, retratado para siempre en el lado oscuro de la Fuerza por ese F. Murray Abraham tan hijoputesco como efectivo. Qué cabrones, los austriacos, cuando poseyeron el norte de Italia y deslizaron la idea de que los italianos se merecían el yugo de su ejército porque eran unos bárbaros dañinos y envidiosos. De aquellos lodos imperiales vinieron luego estas leyendas que convirtieron a don Antonio en el autoproclamado Rey de los Mediocres: Salieri I, el monarca musical que representa a los artistas fracasados o desprovistos de imaginación. El único rey que yo reconozco con una rodilla hincada sobre la tierra. Su monarquía es la mía y la de tantos otros plebeyos sin talento.

Qué pensará don Antonio de las maledicencias del presente, allá en su tumba de Viena. Ningún dato histórico le condena más allá de unas cartas de Leopold Mozart que le acusan de envidiar mucho a su retoño. Lo normal, digo yo, en aquella corte imperial donde los músicos se navajeaban continuamente con la mejor de las sonrisas y la peor de las intenciones. Igual que hacen los cortesanos de hoy en día, los lameculos de los Borbones, que se arriman al poder para ganarse el pan y la inmortalidad haciendo reverencias y cogiendo la pole position a codazos.


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El escándalo de Larry Flynt

🌟🌟🌟

El padre de mi amigo, que era un pornógrafo muy exigente, escondía las revistas Hustler en el altillo del armario empotrado, allá en su dormitorio matrimonial. A veces, en el revoltijo, cuando nos subíamos a la banqueta para usufructuar temporalmente el tesoro de los adultos, aparecía alguna Penthouse, o alguna Playboy, que también era pornografía de tronío, intelectual, tetas envueltas en artículos de opinión, de investigación incluso, mens sana in corpore sano, una paja para la ansiedad y una lectura para la sabiduría.

    Hustler no tenía nada que ver con la revista Lib -la de la pera mordida, tan parecida a la manzana de Apple. Lib era el contrabando habitual en nuestras aulas del bachillerato, tan simplona como excitante, sucia y aspiracional, pero con mujeres que estaban a años luz de la belleza que exhibían las modelos de Hustler, que eran todas anglosajonas bien alimentadas, sanísimas, hijas del maíz de Wisconsin o de la ternera de Illinois. Mujeronas de tentetieso que además parecían todas con estudios, de universitarias para arriba, porque tenían una cara de listas que  a veces nos abrumaban un poquitín, y nos cortaban el progreso de la erección, como si fuéramos indignos de tratar con aquellas señoras que tanto valían y tan buenorras se mostraban.

    Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de Larry Flynt, que era el dueño de aquel emporio de la masturbación masculina. Nunca nos dio por mirar la página de los créditos, tan ávidos e impacientes como íbamos al asunto. Por aquel entonces, mientras nosotros nos hacíamos las pajas, el pobre Larry, que era como el Jesucristo que se había inmolado para que nosotros siguiéramos pecando, languidecía en su silla de ruedas después del intento de asesinato que lo dejó paralítico y enganchado a las drogas. Fue la época en la que tambièn perdió a su amada Althea, y en la que tuvo que comparecer varias veces ante los tribunales, ya medio turulato, con la boca torcida, la bipolaridad disparada y el exceso en la verborrea. Pero eso sí: con las ideas muy claras sobre los límites de la libertad de expresión. Que son como los límites del universo: finitos, pero muy lejanos -a tomar por el culo, dado el contexto -si hablamos en años-luz de distancia.  El escándalo de Larry Flynt es el mismo escándalo que hoy en día persigue a nuestros tuiteros, nuestros humoristas, nuestros raperos. No hemos avanzado una mierda. Más bien lo contrario. La historia se muerde su propia cola, que era otro sueño prometido en las revistas pornográficas.


 

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Los amores de una rubia

🌟🌟🌟

A los dirigentes del Partido Comunista de Checoslovaquia les gustaban mucho las películas de obreros y soldados trabajando por el bien común del pueblo. Películas soviéticas, en sentido estricto. Así que cuando supieron que Milos Forman rodaba una historia sobre las trabajadoras de una fábrica y los soldados que acampaban por las cercanías, se imaginaron que el intelectual de ideas sospechosas, el bohemio –también en sentido estricto- que había estudiado herejías en la Escuela de Cine de Praga, volvía al redil de las películas patrióticas, con valores muy elevados sobre el ideal sacrificado de los comunistas.

    Pero a Milos Forman seguían sin interesarle estas propagandas políticas. Y lo deja muy claro desde el principio, desde el título mismo, para que nadie se imagine al proletariado armado y desarmado desfilando juntos hacia el amanecer, castamente, cogidos de una mano mientras con la otra agitan las banderitas rojas de la revolución. No hay ninguna intención platónica o castrense en estos tipos que pretenden a Andula, la chica más guapa de su sección en la fábrica de zapatos. Tipejos que flirtean con ella para llevársela al huerto improductivo del sexo sin matrimonio, de donde no saldrá ningún pequeñín rubicundo que interprete La Internacional agitando el sonajero en su cunita.


     Los amores de una rubia tiene aires de comedia, a veces de comedia chusca incluso, pero en realidad es una película lasciva, triste, con un personaje central desdichado que atrae a los babosos como la miel a las moscas. Ya escribió una vez Michel Houellebecq que…

    “Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.



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Hilary y Jackie

🌟🌟

Con la biografía atribulada de Mozart, Milos Forman rodó hace tres décadas Amadeus, un clásico intemporal alejado de cualquier cliché de los biopics. Por el contrario, con la vida igualmente atribulada de Jacqueline du Pré, este tal Anand Tucker filma un bodrio de cuarta categoría titulado Hilary y Jackie, sólo comparable a las TV movies con las que Antena 3 rellena su programación vespertina. Esa es la diferencia entre el gran cineasta y el mero colocador de cámara; entre el hombre cultivado que sabe dónde poner los subrayados y el mequetrefe sin luces que se deja llevar por la vena lacrimógena y marujil.

Llevo años escuchando la música de la malograda Jacqueline du Pré mientras escribo, o mientras sueño con mundos mejores en la oscuridad del habitación. Sus dúos con Daniel Baremboim son piezas que obran ese raro milagro de reconciliarte con la vida. Es por eso que Hilary y Jackie, de cuya existencia supe hace unos meses, era parada obligatoria en este periplo estival por las cinefilias menos transitadas. Y digo bien, obligatoria, y no deseada, porque ya en el mismo título de la película había algo que me desagradaba: Hilary y Jackie, como Banner y Flapy, como Pili y Mili, algo que sonaba a cursilón y tontaina, y que luego se vio lamentablemente cumplido ¿Qué nos importa la vida de su hermana Jackie, la flautista, si nosotros vamos detrás del genio, de la vida excepcional, de la artista irrepetible?  Si al menos se odiaran como Joan Crawford y Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?, habríamos disfrutado de un melodrama tenso y malévolo, con ex-estrellas de la música en lugar de ex-niñas prodigio de Hollywood. Pero Hilary du Pré, además de personaje real en la película, es coguionista de este culebrón, y no iba a permitir que una buena historia estropeara su mermeládica participación. Con el ego hemos topado, amigo Sancho.




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