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La última reina

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Mi alma de bolchevique me impide sentir lástima por Catalina Parr. O sólo la justa, en un par de escenas tremebundas. Si Enrique VIII era un monarca sanguinario, Catalina era una chupóptera del pueblo. Una garrapata instalada en el lujo de la corte. Otra hija de puta despreciable. 

Hay muchas formas de matar cuando ostentas el poder y acaparas la riqueza. Si Enrique VIII era una mala bestia que ordenaba ejecutar a quien ya no le servía para procrear varones o sentirse seguro en sus batallas, Catalina Parr jamás despreció un buen matrimonio para seguir viviendo como una marquesa -o como una reina- a costa del sufrimiento del populacho. No creo que le importara mucho que sus vasallos murieran de inanición mientras ella lucía sus trajes de seda y sus bordados de fantasía. 

Los asesinatos de Enrique VIII eran desde luego más salvajes y sanguinarios, de esos que salen muy subrayados en los libros de los historiadores. En cambio, los asesinatos de sus cortesanos, que pocas veces se mancharon con la sangre de sus víctimas, permanecen en la bruma misteriosa de los crímenes jamás resueltos por la policía.

Por ahí me falla la finalidad última de “La última reina”, que es una versión muy libre y muy feminista de lo que sucedía en aquella corte del asesino sin escrúpulos. Catalina Parr, lejos de ser una mujer engañada, ya era una viuda muy rica cuando se casó con Enrique VIII. Y ser rica en aquellos tiempos era casi peor que ser rica en el siglo XXI. La riqueza de ahora no mata tanto como antes. Conlleva, eso sí, que alguien más pobre que tú va a tardar meses en tratarse un tumor o va a tener que comer mierda de supermercado para llegar a fin de mes. Es un matar ladino y silencioso. 

En el siglo XVI, en cambio, vivir en un castillo rodeada de lacayas y de lameculos implicaba que un poco más allá, en los arrabales, la gente conociera la miseria verdadera que nosotros no podemos ni imaginar: todo suciedad, y muerte prematura, y dolor sin anestesia, y sopas de piedras y cardos para llenarse la barriga.




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Adolescencia

🌟🌟🌟🌟

El primer día de 8º de EGB los curas no nos llevaron a las aulas, sino a la capilla del colegio. Pensábamos que nos iban a confesar en hilera, como hacían a veces a traición, para limpiar los muchos pecados del verano adolescente, o que íbamos a cantar himnos para que la Virgen intercediera por nosotros en los exámenes venideros.

Ya sentados en los bancos, el señor director tomó la palabra y nos anunció que nuestro compañero N. había fallecido durante el verano de un problema de corazón. Hubo muchos que murmuraron su sorpresa, o su desazón, sobre todo sus compinches del patio, que eran unos predelincuentes como él. Yo, por mi parte, al oír el notición, sentí un vuelco en el corazón. Pero de alegría. Alegría contenida, claro, como cuando celebras un gol del Madrid en un bar lleno de azulgranas. 

N. era un abusón vocacional que una vez me rajó un balón con su navaja y otra me esperó a la salida con dos matones para darme varias hostias de aguinaldo. Hubo más. Esto del bullying tiene una larga tradición... Lo que pasa es que entonces, si te daban, la devolvías, y si no, esperabas con paciencia a que el curso terminase. O rezabas para que le cayera un rayo divino sobre la cabeza. A nadie se le ocurría zanjarlo a navajazos como hace este tarado de la película. Y menos por un abuso que en la serie es simplemente verbal, o con emojis. El insulto, en 1986, era el pan nuestro de cada día. 

Quiero decir que la problemática adolescente es tan vieja como la civilización, pero leyendo a los exégetas de “Adolescencia” parece que todo esto lo hubieran inventando ayer por la mañana. En mis tiempos ya existía la burla, el miedo, la inseguridad en uno mismo y la incomprensión de los mayores. La pornografía incluso. Las ganas de gustar y la pena de ser rechazado. La conducta sumisa en casa y la conducta salvaje en el colegio. Es de necios echarle la culpa a los maestros, a los padres, a los hombres tóxicos -a los hombres-, al uso abusivo de Instagram... La educación tiránica no servía, la laxa tampoco. Las hostias en casa no impedían nada; las que soltaban los curas tampoco. El buen rollo no ha servido para mucho. Quizá es que somos como somos y nada más.



 


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