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La última reina

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Mi alma de bolchevique me impide sentir lástima por Catalina Parr. O sólo la justa, en un par de escenas tremebundas. Si Enrique VIII era un monarca sanguinario, Catalina era una chupóptera del pueblo. Una garrapata instalada en el lujo de la corte. Otra hija de puta despreciable. 

Hay muchas formas de matar cuando ostentas el poder y acaparas la riqueza. Si Enrique VIII era una mala bestia que ordenaba ejecutar a quien ya no le servía para procrear varones o sentirse seguro en sus batallas, Catalina Parr jamás despreció un buen matrimonio para seguir viviendo como una marquesa -o como una reina- a costa del sufrimiento del populacho. No creo que le importara mucho que sus vasallos murieran de inanición mientras ella lucía sus trajes de seda y sus bordados de fantasía. 

Los asesinatos de Enrique VIII eran desde luego más salvajes y sanguinarios, de esos que salen muy subrayados en los libros de los historiadores. En cambio, los asesinatos de sus cortesanos, que pocas veces se mancharon con la sangre de sus víctimas, permanecen en la bruma misteriosa de los crímenes jamás resueltos por la policía.

Por ahí me falla la finalidad última de “La última reina”, que es una versión muy libre y muy feminista de lo que sucedía en aquella corte del asesino sin escrúpulos. Catalina Parr, lejos de ser una mujer engañada, ya era una viuda muy rica cuando se casó con Enrique VIII. Y ser rica en aquellos tiempos era casi peor que ser rica en el siglo XXI. La riqueza de ahora no mata tanto como antes. Conlleva, eso sí, que alguien más pobre que tú va a tardar meses en tratarse un tumor o va a tener que comer mierda de supermercado para llegar a fin de mes. Es un matar ladino y silencioso. 

En el siglo XVI, en cambio, vivir en un castillo rodeada de lacayas y de lameculos implicaba que un poco más allá, en los arrabales, la gente conociera la miseria verdadera que nosotros no podemos ni imaginar: todo suciedad, y muerte prematura, y dolor sin anestesia, y sopas de piedras y cardos para llenarse la barriga.




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Control

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Con su epilepsia, sus arrebatos de éxtasis y su lenguaje florido, Ian Curtis, el vocalista y líder de Joy Division, estaba llamado a fundar una nueva religión. Ian no era carpintero, sino funcionario de la Oficina de Empleo, pero también mataba las tardes hablando del amor y de los misterios interiores. Las gentes de Manchester, arrastradas por su aura de chico extraño, escuchaban arrobadas sus poesías enrevesadas. Ian iba camino de ser el Pablo Coelho de las Islas Británicas cuando en 1976, en el mítico concierto de los Sex Pistols que retratara Michael Winterbottom en 24 Hour Party People, tuvo la revelación que marcaría su destino: no predicaría a orillas de los lagos, ni en las bodas de los ricos, sino que agarraría un micrófono, se rodearía de músicos próximos al punk y se dejaría llevar por el ritmo hipnótico de las notas.


            La película que nos cuenta su vida se titula Control, porque el gran miedo de Ian Curtis era perder el control sobre su enfermedad, que lo asaltaba incluso sobre los escenarios, o sobre su vida amorosa, marido infiel que sentía remordimientos cuando se acostaba con la bella Annick. La película es solvente, fría, a ratos hipnótica, como la música misma de Joy Division. Uno lamenta que se hable tan poco de la movida musical, y de los conciertos legendarios. Que el personaje de Tony Wilson, que en 24 Hour Party People era protagonista principal, aquí sea el secundario encargado de poner los chistes y las tontacas. Anton Corbjin prefiere irse por los cerros del amor y los celos, de los flirteos y las coyundas, y en estos dislates del corazón, Ian Curtis, el poeta, el maldito, pierde todo su carisma. Cuando se baja del escenario y se toma unas cervezas en el pub de la esquina, Ian es uno más entre nosotros, sus admiradores, o sus curiosos, con su matrimonio rutinario, su piso humilde, su esposa inapetente. Un Mariano más de los chistes de Forges.




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