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La trama

🌟🌟🌟🌟


Se puede ser inteligente y un completo gilipollas al mismo tiempo. No tiene nada que ver. Hay un superventas de la divulgación científica que se titula "Por qué las personas inteligentes pueden ser tan estúpidas". No es broma.

También es verdad que depende mucho de la definición de inteligencia que tomemos. Joe Ross, por ejemplo, en “La trama”, parece un hombre brillante porque acaba de desarrollar un invento prodigioso que le hará multimillonario. No sabemos de qué se trata porque David Mamet, en esto, aplica estrictamente la norma del macguffin establecida por don Alfredo. Podría ser el coche que funciona con agua, el mando a distancia que nunca se extravía o la espada láser de los Jedis que llevamos esperando toda la vida... Da igual. La trama de “La trama” no se resiente por ello.

Forrado con su patente, suponemos que Joe se comprará un cochazo deportivo, se tirará dos meses en las playas de Miami y allí conocerá a una bella señorita que se pirrará por su alma de poeta y por su sentido del humor. Joe Ross parece la definición misma de la inteligencia: un tipo que sabe hacer ecuaciones, que llena cuadernos enteros con signos algebraicos, y que gracias a esos cálculos niquelados triunfa en la vida y conquista a los pibonazos. Pero Joe Ross, ay, tiene cara de pardillo, y según san Andrés, quien tiene cara de idiota lo es. Está claro que lo suyo no puede llegar a buen puerto. Yo mismo, ay, podría impartir clases doctorales sobre el asunto. 

Joe Ross, vamos a decirlo ya, no es inteligente. Sabe hacer cálculos complejos pero nada más. Tambén los podría hacer un autista de alta capacidad que luego no sabe interpretar una sonrisa. La inteligencia es otra cosa: es una sabiduría más sutil y más práctica, Más instintiva. A Joe Ross le engaña todo dios a lo largo de la película y no se entera de nada. Siempre va diez pasos por detrás. Despojado de sus ecuaciones, es el tonto soñado por cualquier estafador. Basta una mujer guapa para desactivarle el cortafuegos. A mí también me pasó una vez y por eso entiendo y compadezco a Joe Ross. Como si le hubiera parido, vamos.  





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American Crime. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Aquí, en la tranquila pedanía del noroeste, no existen los problemas raciales que describe American Crime al otro lado del océano, y de la civilización. Aquí están los bobos del campo de fútbol, eso sí, que hacen uh, uh cuando un jugador de raza negra se apropia del balón, y los chinos del bazar, que te miran con recelo cuando sales de su tienda sin haber comprado nada. Y los nativos con ocho apellidos oriundos, claro, que si has nacido al otro lado del puerto, en las tierras llanas de la estepa, suelen recordarte con recochineo que las condiciones climatológicas del secano nos han privado de algún oligoelemento esencial, de alguna proteína insustituible. Son asuntos feos, innobles, de una cierta mezquindad intelectual, pero que no se resuelven en asaltos a mano armada, ni en manifestaciones reprimidas por la policía. Ni mucho menos en estos pifostios existenciales, prácticamente hamletianos, que traen a mal traer a todos los personajes de American Crime.


    La violencia racial que describe la serie, y que enzarza a caucásicos con negros, y a chicanos legales con espaldas mojadas, es una realidad muy alejada de nuestra experiencia cotidiana. Y sin embargo, las tramas nos interesan, y los personajes nos conmueven, porque hemos crecido con estas mandangas desde que tenemos uso razón, e incluso antes, cuando éramos espectadores inconscientes de lo que veíamos. Tal es así, que cuando aterrizamos en un municipio tan exótico como Modesto, en California, nos sentimos partícipes de la situación. Años y años de ficción norteamericana taladrando nuestros televisores nos han convertido, en cierto modo, en yanquis honoríficos con gorra de béisbol y Budweiser en la mano. El himno de nuestro inconsciente, por muy rojos y muy antiimperialistas que nos pongamos, es el Star-Spangled Banner

    Uno se sienta a ver Cuéntame y a los diez minutos piensa: "Sí: es mi gente, es mi historia, es mi contexto cercano, pero todos estos tipos me importan un comino". Uno, en cambio, se sienta a ver American Crime y piensa: "No es mi gente, no es mi historia, no es un contexto que yo haya vivido, ni que seguramente vaya a vivir, pero no puedo despegarme de la pantalla". Es la fuerza, simplemente, de las cosas bien hechas: de las facturas impecables, de los actores convincentes, de las actrices certeras, de los diálogos bien escritos. Atrapados por la estética, los cinéfilos de este país hemos renunciado al consumo del producto nacional, como sería menester en cualquier patriota bien nacido. 




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