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Manhunt

🌟🌟🌟🌟


Nunca he entendido la idolatría que sienten los estadounidenses por Abraham Lincoln. O la entiendo de sobra, no sé... Basta con leer un par de libros de Howard Zinn para comprender que a Lincoln los negros básicamente se la sudaban. Lo que pasa es que los necesitaba para ganar la guerra contra el Sur y luego la otra gran guerra contra los rojos. Lincoln acabó con la esclavitud de los negros sólo para convertirlos en mano de obra esclava en el Norte. Apenas un hilo de dignidad separa ambos estatus de subsistencia y humillación.

Lincoln, como cualquier presidente de los Estados Unidos -como cualquier presidente de cualquier lugar civilizado- se debía a las élites burguesas y empresariales. Ellas son las que quitan y ponen gobiernos utilizando la propaganda, los manejos judiciales o los golpes de estado. Olvidar esto es obviar el meollo de la historia. Sólo hay que prestar un poco de atención a los telediarios: mirar por debajo, y a los lados, nunca de frente, a los muñecos que parlotean. 

Cuando comprenden que no están ganando la pasta que podrían ganar, las élites se cepillan a su muñeco de guiñol y ponen a otro. No sienten lástima por nadie. Is not personal, just business. Es el lenguaje de la Mafia, pero también el de la Bolsa, y el tal Lincoln, por mucha música de violines que acompañe sus apariciones en “Manhunt”, no era más que otro lamedor de culos de las clases adineradas. Otro siervo sin moral. Cuando sus empresarios comprendieron que quizá estaban pagando demasiado a los obreros venidos de Europa, utilizaron a los negros para bajar aún más los salarios y romper las huelgas con esquiroles. El fantasma del comunismo ya ululaba por Europa y no estaban dispuestos a que cruzara el charco escondido en algún camarote. 

¿Cómo llamar, entonces, al lamedor del culo del lamedor de culos? ¿Relamedor anal? Ardua cuestión... Porque el protagonista real de “Manhunt” no es Lincoln, ni siquiera su asesino, John Wilkes Booth, sino este político tan idealista como tenaz al que Tobias Menzies dota de la misma saña persecutoria que tenía Tommy Lee Jones en “El fugitivo”.




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American Crime. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Aquí, en la tranquila pedanía del noroeste, no existen los problemas raciales que describe American Crime al otro lado del océano, y de la civilización. Aquí están los bobos del campo de fútbol, eso sí, que hacen uh, uh cuando un jugador de raza negra se apropia del balón, y los chinos del bazar, que te miran con recelo cuando sales de su tienda sin haber comprado nada. Y los nativos con ocho apellidos oriundos, claro, que si has nacido al otro lado del puerto, en las tierras llanas de la estepa, suelen recordarte con recochineo que las condiciones climatológicas del secano nos han privado de algún oligoelemento esencial, de alguna proteína insustituible. Son asuntos feos, innobles, de una cierta mezquindad intelectual, pero que no se resuelven en asaltos a mano armada, ni en manifestaciones reprimidas por la policía. Ni mucho menos en estos pifostios existenciales, prácticamente hamletianos, que traen a mal traer a todos los personajes de American Crime.


    La violencia racial que describe la serie, y que enzarza a caucásicos con negros, y a chicanos legales con espaldas mojadas, es una realidad muy alejada de nuestra experiencia cotidiana. Y sin embargo, las tramas nos interesan, y los personajes nos conmueven, porque hemos crecido con estas mandangas desde que tenemos uso razón, e incluso antes, cuando éramos espectadores inconscientes de lo que veíamos. Tal es así, que cuando aterrizamos en un municipio tan exótico como Modesto, en California, nos sentimos partícipes de la situación. Años y años de ficción norteamericana taladrando nuestros televisores nos han convertido, en cierto modo, en yanquis honoríficos con gorra de béisbol y Budweiser en la mano. El himno de nuestro inconsciente, por muy rojos y muy antiimperialistas que nos pongamos, es el Star-Spangled Banner

    Uno se sienta a ver Cuéntame y a los diez minutos piensa: "Sí: es mi gente, es mi historia, es mi contexto cercano, pero todos estos tipos me importan un comino". Uno, en cambio, se sienta a ver American Crime y piensa: "No es mi gente, no es mi historia, no es un contexto que yo haya vivido, ni que seguramente vaya a vivir, pero no puedo despegarme de la pantalla". Es la fuerza, simplemente, de las cosas bien hechas: de las facturas impecables, de los actores convincentes, de las actrices certeras, de los diálogos bien escritos. Atrapados por la estética, los cinéfilos de este país hemos renunciado al consumo del producto nacional, como sería menester en cualquier patriota bien nacido. 




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Expediente Warren

🌟🌟

Había leído en varios sitios que Expediente Warren -con su casa poseída por los espíritus, y su familia acojonada en el interior- era una película rompedora con el subgénero. Una que aportaba aire fresco e ideas renovadas a esta trama mil veces repetida. Pero mentían, claro está. Los propagadores del bulo se han embolsado unos buenos dineros con la campaña. 


          Expediente Warren... Fueron pasando los minutos, y los sustos, y los tópicos, y alcanzada la hora de metraje ya estaba uno enredado en la enésima película de puertas que se cierran, y bocinazos que te meto. Uno se mete en estas historias y cuando quiere salir de ellas ya es demasiado tarde. Mientras el cerebro rezonga y se lamenta, las extremidades permanecen paralizadas y no hacen ningún movimiento. Ellas sí que pasan miedo con estas excursiones al mundo de los no-muertos. De hecho, yo juraría que el mando a distancia vive poseído por algún espíritu salido de la película, y que va cambiando de sitio cuando la idea de darle al stop se configura en el pensamiento. Se defiende con astucia, el jodido ectoplasma. Lo mismo pone el mando a la izquierda que a la derecha, bajo el culo que en el regazo, en la mesita contigua que debajo del sofá. Lo mío con este trasgu sí que es un fenómeno paranormal, un poltergeist de mil pares de cojones. Muy verídico, además. 

Aquí hubiera querido ver yo a la famosa pareja de parapsicólogos, Lorraine y Ed Warren, haciendo fotografías infrarrojas del duendecillo. Aquí sí que hay un peliculón en potencia, intimista y a la vez inquietante, con unos sustos que te cagas cuando vas a darle al stop y te descubres con un plátano en la mano. Ése que ya te habías comido media hora antes...




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