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Los instigadores

🌟🌟

La alineación inicial de "Los instigadores" era para frotarse las manos: sale Matt Damon (ahora anunciante de criptomonedas), y Casey Affleck (tardé diez minutos en recordar su nombre), y Toby Jones (a éste nunca le olvido), y Ving Rhames (el inolvidable Marsellus al que casi borraron el cero), y Michael Stuhlbarg (también tardé diez minutos en recordar su nombre), y Alfred Molina (don Alfredo es de la familia), y Ron Perlman (que ya no habla occitano en sus películas) y finalmente, para darle un toque exótico y femenino a la acción, una actriz chino-americana a la que he visto un millón de veces pero a la que no logro ubicar en ninguna película concreta. 

(Y de director de orquesta, Doug Liman, antaño guionista luminoso de la saga de Jason Bourne contra los malvados, pero que desde que dirigió aquella película de Tom Cruise resucitando cien veces había desaparecido por completo de mi radar). 

La alineación, ya digo, prometía gran juego y casi garantizaba el resultado. Pero el cine, ay, es un poco como la tragedia cíclica del Madrid. No basta con juntar a un grupo de galácticos para que la cosa funcione. Muchas veces la suma de las partes es inferior a lo que cada parte aporta por separado. No se produce ningún fenómeno emergente. No brota nada artístico de la unión. “Los instigadores” es más bien una desemergencia. Una resta y un despropósito. 

A Florentino Pérez ya le pasó una vez y está a punto de repetir la cagada. El hombre -incluso el empresario de éxito- es el único animal de bellota que tropieza dos veces con la misma piedra. Jugando juntos, Ronaldo, Figo, Zidane y Beckham apenas dejaron una liga miserable en las vitrinas (quizá fueron dos, pero da igual una mierda que un par). Mbappé y esta troupe de brasileños están a punto de marcarse un “Los instigadores” en toda regla: buen rollo y tal, pero al final juegos de artificio. Glucosa sin proteínas. Nada que alimente el palmarés. Ratos divertidos y luego marasmo general. Cabreo en las gradas con muy pocas jugadas que aplaudir. Trucos de guion un poco vergonzosos. Gominolas y no chuletón. 

Tras la proyección, en mi salón, se oyeron algunos pitos en la grada.




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La ballena

🌟🌟


En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión. 

A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.

Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri. 

Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.





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