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El aceite de la vida

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“El aceite de la vida” termina con un mensaje de esperanza entre músicas celestiales. Lorenzo Odone, que se ha librado de la muerte gracias precisamente al “aceite de Lorenzo”, acaba de mover levemente un dedo de la mano. Es un paso enorme para él: un esfuerzo gigantesco de su voluntad, que carece de mielina para ejercer sus funciones. 

La película, que está rodada en 1992, deja en el aire una futura terapia que le devolverá la mielina carcomida por la ALD -adrenoleucodistrofia-, una enfermedad metabólica que deja a las neuronas como cables de cobre sin su recubrimiento de plástico, y que provoca, por tanto, un caos de chisporroteos y conexiones fallidas: la pérdida de la marcha, del habla, de la capacidad de tragar saliva sin ahogarse... La muerte. 

Lorenzo Odone, sin embargo, murió en el año 2008 más o menos como estaba. Según he averiguado en internet, con una leve mejoría comunicacional y poco más. El aceite que lleva su nombre, y que viene a ser una mezcla depurada de aceite de oliva y de aceite de colza, se ha mostrado muy eficaz en las primeras fases de la enfermedad, deteniendo la cascada de síntomas, pero no tanto en los casos ya avanzados. El aceite de la vida sirve para mantener la vida, pero no para devolverla. El matrimonio Odone tenía razón cuando en sus noches más negras asumían que estaban trabajando para curar a los hijos de otros matrimonios, pero no al suyo. 

Lorenzo falleció a los 30 años a causa de una neumonía. Paradójicamente, sobrevivió ocho años a su madre, que murió de un cáncer de pulmón. Y quién sabe si también de un cáncer de los desvelos. El señor Odone, por su parte, médico “honoris causa” gracias a su hallazgo del aceite milagroso, se apartó del mundo tras la muerte de su hijo y pasó los últimos años en Italia, en su tierra natal, para comer tomates de verdad hasta la última ensalada. Me imagino su muerte un poco como la de Michael Corleone en “El Padrino III”, ya muy anciano, con ochenta años, en su patio soleado del Piamonte, desplomándose de la silla en pleno ataque de nostalgia.





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The Game

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Hay películas mudas y sonoras, en color y en blanco y negro, del cine clásico y del cine moderno... Y también con teléfonos móviles o sin ellos. Para mí, éste es el cuarto eje de coordenadas que permite orientarte en el tiempo y en la trama. Vamos a llamarle el eje T. 

La saga de “Star Wars”, por ejemplo, parece muy futurista pero de hecho no lo es: en las letras del inicio ya nos recuerdan que la familia Skywalker vivió hace muchos años y que por eso nadie lleva un teléfono móvil para pedir la ayuda de un X-Wing o curiosear un poco en el Instagram del Emperador Palpatine. Sólo los Jedis y los Sith, gracias a los midiclorianos, son capaces de establecer llamadas telepáticas usando las redes de la Fuerza. 

“The Game” está rodada en los primeros tiempos de la Revolución Celular y por eso el teléfono-ladrillo de Nicholas Van Orton -que podría ser el primo de Gordon Gekko que vive en San Francisco- va casi siempre sin cobertura y muy justito de batería, lo que es imprescindible para la trama. La película se estrenó en 1997 y yo empecé a ver teléfonos móviles por la calle en 1996, en Toledo, quizá por la proximidad a la clase ejecutiva y depredadora de Madrid. Aquellos primeros viandantes enajenados eran como los Van Orton de La Mancha, siempre parloteando mierdas bursátiles y experiencias en restaurantes. Recuerdo que muchos les mirábamos con el gesto torcido y les llamábamos gilipollas entre dientes... 

Media vida después, unos con el último iPhone y otros con el aparatejo que entra gratis en el contrato -porque sigue habiendo clases y cada vez están más distanciadas- todos somos los mismos zombis en manos de los traficantes de datos. Vamos a gusto en la burra peno no se nos escapa la trampa y la mercadería. La experiencia con los teléfonos móviles se parece mucho a la experiencia de ver “The Game”: entretiene la hostia y está hecha de puta madre, pero tienes que dejarte engañar -hacerte un poco el bobo- para disfrutar plenamente de la experiencia. 




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