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Begin Again

🌟🌟🌟


Nadie en su sano juicio abandonaría a una mujer como Keira Knightley a no ser que ella:

a) Sea una psicótica con brotes paranoides que camina por la vida sin diagnosticar (a veces pasa).

b) Descubra de repente a Jesucristo y decida convertir su piel humana en cuerpo místico y consagrado.

c) Te vacíe la cuenta bancaria hasta que tengas que decir basta y encima te eche en cara tu actitud (a veces también pasa).

d) Necesite comerse tus testículos en rodajas para curar las fases más agudas de su problemática depresiva.

e) Niegue las pruebas evidentes de que se acuesta con otros hombres y te acuse a ti -monje trapense y tonto enamorado- de pegársela con las tías más o menos sospechosas de tu lánguido ecosistema.


Pero Keira Knightley, en “Beging Again”, a diferencia de esas mujeres que yo por supuesto jamás he conocido, no presenta ninguno de estos cuadros psiquiátricos ni comete atrocidades que te cuestan la salud. Keira es guapísima, majísima, toca la guitarra como los ángeles y vive colgada del sueño musical de su novio talentoso. Keira es... la pera limonera. Y sin embargo, el pichabrava de su novio, en una decisión aberrante que estropea la película entera porque es su punto de partida y su hilo melodramático, la dejará por otra mujer en un acto que es al mismo tiempo pecado mortal e imposible metafísico.

Así las cosas, “Begin Again” -que no tiene nada que ver con “Volver a empezar”, la película que rodó José Luis Garci antes de cambiarse el apellido por Aznar- se instala en un realismo mágico como de García Márquez en el que Nueva York se transforma en Macondo y todo el mundo celebra las desgracias componiendo canciones y jurando no vendérselas jamás al sucio capital. Más vale cantar de pie que triunfar arrodillado. Pues puede que sí, mi comandante, pero también puede que no.






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Sing Street

🌟🌟🌟🌟


El problema de “Sing Street” es que su director y guionista, John Carney, no sabe muy bien cómo terminarla. Y es una pena, la verdad, porque hasta entonces navegábamos de puta madre por las canciones. Camino de un clásico instantáneo e irlandés, como el café.

La historia de amor entre Conor y Raphina es muy bonita, nos conmueve, nos hace recordar nuestra propia adolescencia -bueno, la de los que triunfaron con las titis- pero está condenada al fracaso y a la despedida. Yo creo que la escena final es una metáfora muy obvia del naufragio venidero... Conor tiene catorce años, aparenta quince, y aunque es verdad que toca la guitarra, compone canciones y es un echado p’alante que da gusto verlo, es imposible que al final se lleve el corazón de esa belleza de dieciséis años llamada Rapinha, que aparenta veintitantos y además vividos con mucha intensidad. (De hecho, mientras veía la película, me sentía culpable por desearla, aunque fuera desde este platonismo inocuo de mi edad, y tuve que parar en la segunda escena para comprobar que Lucy Boynton, la chica de la cara perfecta y la sonrisa desarmante, pasaba holgadamente la edad permitida para el deseo). 

Rapinha -a la que el corrector de Word, culé de toda la vida, intenta hacerme pasar por Raphinha, el jugador del Barça- es mujer para otro tipo de triunfadores. Conor tendría que destacar en la jungla musical de Londres para que ella se quedara a su lado presumiendo de maromo. Si no, hará valer la diferencia de edad y el valor superior de su belleza para ascender varios escalones por la pirámide aspiracional. Las cosas son así. El juego de la biología es igual en Irlanda que en las Seychelles.

Yo también me enamoré con trece años de una chica de quince que bailaba la “Dolce Vita” de Ryan Paris en la juve-disco de León . Se llamaba Rosa y estaba llena de espinas para los menores. El capullo de su hermosura lo reservaba para los capullos que arrimaban cebolleta y la sacaban al menos dos años y una cabeza. Yo era un tolai sin guitarra, lo sé, pero ni tocando con la guitarra mil canciones de amor y un poema desesperado podría haberla convencido de su error. 





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Once

🌟🌟🌟


1. En mi desmemoriada memoria, “Once” era una película en la que salían mucho las calles de Dublín. Y como estuve por allí este verano me dio el siroco de volver a verla y recordar. Lo llaman SPT, Síndrome Postraumático del Turista, y consiste en agarrarse a los recuerdos cuando llega la pringosa realidad de trabajar. 

Pero luego, a la hora de la verdad, sólo se ve un poco Grafton Street y el parque anónimo donde vive la chica checa Markéta. La plaza O’Connell y los turisteos aledaños apenas se atisban desde un autobús. Migajas. El resto de la película transcurre en los apartamentos suburbiales y en un estudio de grabación donde ambos enamorados buscan el reconocimiento musical. Es Dublín, sí, pero podría haber sido Manchester, o Cerdanyola, y nos hubiera dado un poco lo mismo.

2. ¿Bonita historia de amor? Esto es un puto drama... No sé qué película han visto los demás. Glen y Markéta son dos almas destinadas a entenderse: los dos son músicos, jóvenes, modernos, medio hippies... En el mercado del amor los dos tendrían una nota parecida. Se merecen el uno al otro, sin celos tontos ni fatales desequilibrios. Sintonizan con una simple mirada. Conectan. Otras parejas ya se notan averiadas al primer vistazo, pero ellos no. Y sin embargo, los dos componen sus canciones pensando en los amores que se fueron y que aún luchan por recuperar. No se entiende: la novia de Glen le puso los cuernos con su mejor amigo y el marido de Markéta decidió quedarse en Praga a beber cervezas con los amigotes. Ralea. Gente que no merece la pena. Y sin embargo, ellos preferirán lo malo conocido a lo bueno por conocer. Un par de cobardes entrañables, pero lamentables. 

3. El próximo verano voy a tomar clases de guitarra española. Está decidido. Dentro de la dificultad, y sin caer en el ridículo de la flauta dulce, me parece el instrumento más asequible a mi torpeza. El acordeón o el violín me parecen directamente una tecnología extraterrestre. Una vez que aprenda a manejarme con cuatro acordes me lanzaré a la calle a cantar mis propias canciones de amor traicionado. Raro será que alguna Markéta de la vida no se acerque al menos a curiosear. Ya cruzo los dedos.





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