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Black Rain

🌟🌟🌟


Los japoneses dejaron de ser los malos oficiales de las películas americanas cuando rindieron sus armas en la II Guerra Mundial. Tras la masacre de las bombas atómicas ya no hacía falta llamarles “monos amarillos” ni “perros de la selva”. Los japos quedaron tan acojonados, tan dispuestos a colaborar en la reconstrucción de su propio país bombardeado, que los dueños de Hollywood rápidamente los sustituyeron por los comunistas que trataban de conquistar el mundo con un ejército de cosechadoras y tres cohetes nucleares hechos de cartón piedra en Kazajistán.

Descontando a los nazis sempiternos -porque siempre han sido unos malvados muy telegénicos y propicios a la caricatura- los americanos han ido cambiando su enemigo peliculero en función de sus intereses bélicos o comerciales. Es decir: de sus intereses comerciales. Por las pantallas fueron pasando los campesinos vietnamitas, los fruticultores nicaragüenses y los negros de las universidades californianas hasta que dieron con el filón de los musulmanes que todavía hoy le pone picante a sus producciones. Cuando terminen de laminarlos pondrán a los chinos en su lugar... De hecho, ya los tienen en la recámara, en decenas de guiones que están esperando el plácet de la Casa Blanca para convertirse en los clásicos guerreros del futuro. 

Pero hubo un tiempo, allá por los años 80, en que los japoneses volvieron a ser el enemigo que amenazaba el modo de vida americano. Fue apenas un apunte, un signo de advertencia que duró hasta que el índice Nikkei se volvió inocente e irrelevante. Ya casi no nos acordamos, pero los japoneses aspiraron a ser líderes de la economía mundial por encima de sus vecinos de la China. Los japos llevaron la delantera en el sector tecnológico y durante un tiempo parecieron inalcanzables: relojes, radios, calculadoras, aparatos de vídeo... Cuando yo era chaval todo era “made in Japan” y te salía más barato que lo yanqui.

“Black Rain”, en esencia, cuenta la historia de un policía de Nueva York que llegó un día a Tokio para recordar a esos pichacortas que puestos a pegar hostias los americanos les seguían llevando mucha ventaja y que no se iban a dejar pisotear por los vericuetos económicos de los yenes



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Yakuza

🌟🌟🌟🌟

La amistad es un sentimiento más noble que el amor. Más elevado y más duradero. Y sin embargo, en la literatura universal, y en la cinematografía mundial, por cada película dedicada a la amistad hay otras cien que versan sobre el amor y sus mandangas. El amor, despojado de baladas y de trucos comerciales, sólo es el runrún de los genes, el chirrido de su engranaje. Un impulso polinizador que se agota a los pocos meses, o a los pocos años. O a veces ni eso. El amor es el engañabobos de la naturaleza.

    Alguno dirá: la amistad también es un valor ficticio; un impulso cooperativo que viene dictado por el interés calculado de nuestros genes. Y puede que tengan razón, nuestros inteligentes antropólogos... Pero la amistad, estarán conmigo, resiste mejor los análisis y los embates del tiempo. Comparada con el amor, que se fragmenta al menor golpe, que se enturbia con la menor agitación, la amistad, la verdadera amistad, es una roca que sólo la traición o la muerte pueden disgregar.


    En Yakuza, la película de Sidney Pollack, los mafiosos con katana sólo son el marco violento que envuelve una gran historia de amistad. La que mantienen Robert Mitchum -que ha llegado a Japón para negociar un rescate y repartir unas cuantas hostias de paso- y Tanaka Ken, el ninja del gesto hierático al que Mitchum conoció en los tiempos de la ocupación, cuando los americanos se paseaban por las calles de Tokio imponiendo la ley y el orden. Casi tres décadas después, el sentido del honor vuelve a unirles en su lucha contra Tono, jefe del clan yakuza que no se parece ni en las pestañas a Tony Soprano.

   En Yakuza también hay una historia de amor, claro está, porque si no no sería una película de Sideny Pollack. En su regreso a Japón, Mitchum volverá a encontrarse con Eiko, la bella flor de la primavera con la que retozó siendo jovenzuelo, él vestido de militar uniformado y ella de geisha complaciente. Pero esta historia, que al principio parece el motor de la película, rápidamente palidece y se apaga, y el personaje de Eiko pasa a ser un elemento marginal cuando empiezan los katanazos de verdad, y Mitchum agarra la escopeta y el revólver, y Tanaka Ken se despoja de las vestiduras para mostrar sus tatuajes de samurái. Es entonces cuando Yakuza se transforma en un viejo y machirúlico western en el que las mujeres sólo estaban ahí por exigencias del guión, para entretener la espera de los verdaderos asuntos, que son el honor, el deber, la gratitud debida al amigo del alma. 



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