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La última sesión de Freud

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No voy a negar que mi abuelo Sigmund dijo algunas cosas cuestionables o incluso ridículas. Ni siquiera tengo claro que el psicoanálisis sirva realmente para algo. Las películas de Woody Allen o las producciones argentinas están llenas de neuróticos que llevan años en el diván sin apenas progresar. Y sin embargo, cuando me sobre la pasta y ya no sepa en qué gastarla, buscaré un psiquiatra estrictamente freudiano para que encuentre una explicación plausible a los sueños que me persiguen. Quiero saber por qué pierdo tantos autobuses en el último minuto o me arrastro por las calles con las piernas paralizadas. No buscaría nada más: en cuanto a la vigilia ya no espero cambiar ni curarme. Porque si cambiara, ya no sería yo; y si me curara, tendría que abandonar estos vicios que entretienen mi malestar. 

Quiero decir que mi abuelo Sigmund, aunque era un genio que descubrió la estructura de la mente y el origen de nuestras penurias de primates civilizados, a veces soltaba teorías locas para dar qué hablar en los congresos del psicoanálisis y provocar un poco a los meapilas. A cristianos proselitistas como ese plasta de C. S. Lewis que se pasa toda la película tratando de convencer a mi abuelo de la existencia de Dios. Pobrecico: es como darse cabezazos contra un muro. Mi abuelo era un campeón del ateísmo y le lanza contragolpes furibundos y cargados de razón. Yo le adoro. Tengo un póster suyo en la habitación que es al mismo tiempo homenaje y retrato de familia. 

Todavía recuerdo cómo se reían de él los hermanos maristas en las clases de filosofía, llamándole obseso sexual y pornógrafo reprimido. Y yo callando, y callando..., ocultándoles que el apellido Rodríguez proviene de un pasaporte falso que usaron mis antepasados. Años después, alguno de estos hijos de puta salió mencionado en “El País” cuando se airearon los casos de abusos sexuales en los colegios. Mi abuelo Sigmund, desde el limbo de los ateos, lo lamentaba por las víctimas pero se fumaba un puro cada vez que leía los titulares.





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The Offer

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Será la casualidad, pero hoy mismo, al terminar de ver “The Offer”, he leído que la ciencia ha vuelto a demostrar el entrelazamiento cuántico entre partículas. Es decir que: cuando dos cosas del mundo subatómico están muy conectadas entre sí, da igual la distancia que las separe, y aunque vaguen por puntas opuestas del universo, lo que le hagas a una repercutirá automáticamente en la otra. Es un misterio, sí, un pensamiento contraintuitivo, y por eso Albert Einstein se tiraba de los pelos y se los dejaba así en las fotografías, incapaz de asumir con la razón lo que le gritaban las matemáticas.

El entrelazamiento cuántico no tiene continuidad en nuestro mundo macroscópico, que es el mundo de las películas y los trabajos, los partidos de fútbol y los cafés a media mañana. Pero sí así fuera, sería la jubilosa confirmación de que existe, por ejemplo, el amor verdadero, y de que dos personas que se entrelazan en una cama ya vivirán enredadas el resto de sus vidas, siempre pendientes la una de la otra. 

El entrelazamiento cuántico también explicaría esta curiosa relación que yo mantengo con “El Padrino”, pues ambos nacimos en la misma madrugada del año 1972. Lo he consultado en internet y es verdad: “El Padrino” y yo tenemos exactamente la misma edad, y por tanto la misma carta astrológica. Mientras yo nacía después de los dolores, la película celebraba su premier en un gran cine de Nueva York. Es esa misma premier que se recrea en un episodio de “The Offer”, y que a mí me conmueve porque gracias al misterio cuántico es como si yo mismo participara en el evento, berreando entre Francis Ford Coppola y Albert Ruddy, Robert Evans y Marlon Brando, también muy nervioso por el futuro que me aguardaba.

Quiero decir que las erosiones que le van cayendo a la película son las mismas que me van cayendo a mí. Claro que a ella la pueden restaurar y a mí no... Y que cuando una serie le rinde homenaje, en cierto modo me siento aludido y halagado, aunque contrariado por el paso del tiempo. Aunque yo naciera al otro lado del océano - a las 4 de la madrugada que allí eran las 10 de la noche- me siento parte de esta familia cuántica. De la famiglia. 




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