Enemigos públicos
The Offer
🌟🌟🌟🌟🌟
Será la casualidad, pero hoy mismo, al terminar de ver “The Offer”, he leído que la ciencia ha vuelto a demostrar el entrelazamiento cuántico entre partículas. Es decir que: cuando dos cosas del mundo subatómico están muy conectadas entre sí, da igual la distancia que las separe, y aunque vaguen por puntas opuestas del universo, lo que le hagas a una repercutirá automáticamente en la otra. Es un misterio, sí, un pensamiento contraintuitivo, y por eso Albert Einstein se tiraba de los pelos y se los dejaba así en las fotografías, incapaz de asumir con la razón lo que le gritaban las matemáticas.
El entrelazamiento cuántico no tiene continuidad en nuestro mundo macroscópico, que es el mundo de las películas y los trabajos, los partidos de fútbol y los cafés a media mañana. Pero sí así fuera, sería la jubilosa confirmación de que existe, por ejemplo, el amor verdadero, y de que dos personas que se entrelazan en una cama ya vivirán enredadas el resto de sus vidas, siempre pendientes la una de la otra.
El entrelazamiento cuántico también explicaría esta curiosa relación que yo mantengo con “El Padrino”, pues ambos nacimos en la misma madrugada del año 1972. Lo he consultado en internet y es verdad: “El Padrino” y yo tenemos exactamente la misma edad, y por tanto la misma carta astrológica. Mientras yo nacía después de los dolores, la película celebraba su premier en un gran cine de Nueva York. Es esa misma premier que se recrea en un episodio de “The Offer”, y que a mí me conmueve porque gracias al misterio cuántico es como si yo mismo participara en el evento, berreando entre Francis Ford Coppola y Albert Ruddy, Robert Evans y Marlon Brando, también muy nervioso por el futuro que me aguardaba.
Quiero decir que las erosiones que le van cayendo a la película son las mismas que me van cayendo a mí. Claro que a ella la pueden restaurar y a mí no... Y que cuando una serie le rinde homenaje, en cierto modo me siento aludido y halagado, aunque contrariado por el paso del tiempo. Aunque yo naciera al otro lado del océano - a las 4 de la madrugada que allí eran las 10 de la noche- me siento parte de esta familia cuántica. De la famiglia.
Salvar al soldado Ryan
🌟🌟🌟🌟🌟
La gran suerte de mi generación es no haber tenido que
desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por
muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el
desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de
la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico,
no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora
de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante
una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero
de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado.
Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones
engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace
tiempo que quedaron desactivadas.
En caso de guerra me destinarían a la
retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como
un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente:
de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras....
Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera
nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que
voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror,
cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos
por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier
hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión.
Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes
se curtían peleando en una trinchera. Era
su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del
paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron,
los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos
ante la majadería.
He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él
ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en
Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un
fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la
patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de
lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.
Lost in translation
Bob y Charlotte andan perdidos por Japón, pero también andan perdidos por la vida. Japón, en Lost in translation, sólo es una metáfora geográfica de su perplejidad. Desde las habitaciones de su hotel, a muchos metros de altitud, Tokio es una ciudad indescifrable, enigmática, y bien podría ser la imagen urbana de sus propias incertidumbres. Ellos vagan por sus aceras y por sus templos como turistas asombrados, boquiabiertos, pero en realidad no comprenden gran cosa de lo que ven. Japón, como ahora mismo sus conciencias, es un lugar confuso y contradictorio. Tan familiar y tan extraño que a veces se sienten como en casa y a veces habitantes de un planeta muy lejano.
Charlotte sospecha que todo ha terminado casi sin comenzar, pero es un pensamiento demasiado grave, demasiado maduro, para asumirlo de sopetón. Así que una noche, en el bar del hotel, cuando conoce a Bob, creerá encontrar en él al confidente que siendo treinta años mayor que ella, con toda una vida recorrida, con toda una historia en la mirada, podría servirle de guía. Pero Bob es otro turista que perdió su mapa en Japón y no está preparado para ayudar a nadie. Sólo para hacer compañía, y para ser solidario en la tribulación. A los cincuenta y tantos años todavía no ha conseguido traducirse. Y a esas edades ya es muy difícil aprender.