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Up in the air

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El personaje de George Clooney vivía tan feliz -up in the air, y down on the earth- hasta que el demonio del amor se instaló en su corazón. El romanticismo es un virus incorpóreo que altera la función hepática y el latido del corazón. Basta que un contagiado te susurre palabras al oído para caer enfermo y coger una fiebre de campeonato. 

El amor, según san Heriberto de Antioquía, se inventó para que los feos tuvieran una oportunidad de reproducirse. Y George Clooney vive en las antípodas de la fealdad. El amor, según aquel padre de la Iglesia, es una ficción literaria que establece un contrato vinculante entre los desheredados. Un seguro de vida para las inclemencias del tiempo y para las travesías en el desierto... Para los demás, para los que recibieron el don divino de la belleza, sólo existe el sexo libre y armonioso. Los hombres como George Clooney -en el siglo IV de san Heriberto, y también en el siglo XXI de los vuelos oceánicos- no tienen por qué conocer el lado amargo de las relaciones. Ellos pueden elegir y eligen siempre la belleza y la sonrisa. Los días buenos y los perfiles luminosos.

Yo, desde mi sofá, viendo “Up in the air”, le gritaba a George Clooney que no le hiciera caso a esa hermana que le estaba metiendo el demonio a través de los oídos. La carga viral apenas necesita un par de rapapolvos para anidar en el tímpano y reproducirse a velocidades inauditas: que si eres un egoísta, que si tienes miedo al compromiso, que si vas a morirte solo y bla, bla, bla... 

En otras circunstancias, George Clooney hubiera sonreído con ese cinismo suyo tan particular, pero en “Up in the air” él está al borde de la crisis de los 40 -tiene 50, pero los guapos pasan estas crisis con diez años de retraso- y le han pillado con las defensas muy bajas porque vive colgado de una compañera que es la correspondencia exacta de su sex-appeal. En el fondo yo le entiendo: cuando una mujer como Vera Farmiga te sigue el rollo es muy fácil desear que ese rollo dure para siempre.






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The last of us

🌟🌟🌟


Lo próximo van a ser los piojos. No sé si en la vida real -como sucedió con el coronavirus- o en la vida de ficción -como pasa con el hongo Cordyceps en “The last of us”. Pero van a ser los piojos, eso sin duda. Lo sé porque tengo información privilegiada. Clasificada por el Gobierno. El lapsus de un sanitario me puso en alerta hace ya varios años. Desde entonces se acabaron las existencias de Filvit champú (Filvit, champú, Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar) en las estanterías de los supermercados más cercanos. Porque yo lo compro todo... El loco del Filvit, me llaman todos por La Pedanía, esos hombres y esas mujeres que podrían ser víctimas del próximo bicho que terminase con la humanidad. Ja, ja, lo que me iba a reír yo de ellos, paseando entre sus cadáveres, con todo el pueblo a mi disposición, huertos y frutales, chalets con piscina y bares sin vigilancia.

Todo esto -lo juro- es una true story que daría para el episodio piloto de una serie. Sucedió en mi aula del colegio, ante mis propios ojos incrédulos...

 En una revisión rutinaria, nuestro enfermero M. descubrió piojos en la cabeza de un alumno.

- ¿Le enviaremos a casa, no? -dije yo, conocedor de los protocolos anti-contagio.

- No -me respondió él- Son piojos muy pequeñitos. Apenas se ven. 

- Pero los piojos son pequeños de por sí, ¿no? Si no serían como cuervos, o como los pterodáctilos de “Jurassic Park” -le objeté.

Pero el sanitario no celebró mi gracia. Es más: compuso un gesto preocupado, como si yo hubiera dado en el clavo de una pesadilla zoológica que podría cernirse sobre la humanidad. Imaginé, de pronto, que millones de piojos como el primo de Zumosol, provenientes del mar de China o de las estepas siberianas, surcaban los cielos como Stukas dispuestos a colonizar nuestras cabezas: a picotearlas, a descranearlas, a introducirse en nuestro centro de control y convertirnos en piojos ambulantes de dos patas. La "Metamorfosis" de Kafka al fin... Todos como Gregorio Samsa. Una pesadilla de la hostia. 

Pero yo tengo Filvit de sobra, para sobrevivir largos años entre la desolación y el silencio. Y lo del silencio, la verdad, iba a estar de puta madre. 





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