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Up in the air

🌟🌟🌟🌟


El personaje de George Clooney vivía tan feliz -up in the air, y down on the earth- hasta que el demonio del amor se instaló en su corazón. El romanticismo es un virus incorpóreo que altera la función hepática y el latido del corazón. Basta que un contagiado te susurre palabras al oído para caer enfermo y coger una fiebre de campeonato. 

El amor, según san Heriberto de Antioquía, se inventó para que los feos tuvieran una oportunidad de reproducirse. Y George Clooney vive en las antípodas de la fealdad. El amor, según aquel padre de la Iglesia, es una ficción literaria que establece un contrato vinculante entre los desheredados. Un seguro de vida para las inclemencias del tiempo y para las travesías en el desierto... Para los demás, para los que recibieron el don divino de la belleza, sólo existe el sexo libre y armonioso. Los hombres como George Clooney -en el siglo IV de san Heriberto, y también en el siglo XXI de los vuelos oceánicos- no tienen por qué conocer el lado amargo de las relaciones. Ellos pueden elegir y eligen siempre la belleza y la sonrisa. Los días buenos y los perfiles luminosos.

Yo, desde mi sofá, viendo “Up in the air”, le gritaba a George Clooney que no le hiciera caso a esa hermana que le estaba metiendo el demonio a través de los oídos. La carga viral apenas necesita un par de rapapolvos para anidar en el tímpano y reproducirse a velocidades inauditas: que si eres un egoísta, que si tienes miedo al compromiso, que si vas a morirte solo y bla, bla, bla... 

En otras circunstancias, George Clooney hubiera sonreído con ese cinismo suyo tan particular, pero en “Up in the air” él está al borde de la crisis de los 40 -tiene 50, pero los guapos pasan estas crisis con diez años de retraso- y le han pillado con las defensas muy bajas porque vive colgado de una compañera que es la correspondencia exacta de su sex-appeal. En el fondo yo le entiendo: cuando una mujer como Vera Farmiga te sigue el rollo es muy fácil desear que ese rollo dure para siempre.






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Juno

🌟🌟🌟🌟


La madurez no se adquiere con el tiempo. O viene de serie o ya no viene. Ni se puede sintetizar en los ribosomas ni se puede adquirir en la farmacia de la esquina. La madurez tiene que ver más con el ADN que con las experiencias. De hecho, todo tiene que ver más con el ADN que con las experiencias...

Juno, por ejemplo, con solo dieciséis años, demuestra ser más madura que muchos adultos que la rodean. Una vez soltada la bomba de su embarazo, conocerá a gente comprensiva y dialogante, pero también a varios hombres superados y a unas cuantas mujeres gilipollas. Y viceversa. Juno es una irresponsable que no tomó medidas anticonceptivas en el momento de la fiesta, pero luego, si hablamos de enfrentar el destino con responsabilidad, no hay muchos que la ganen en ese villorrio americano donde la vida transcurre a una velocidad muy confortable. 

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Recuerdo que en los maristas de León jamás nos dieron una charla sobre educación sexual. Hablar de sexo era pecado y además no hacía ninguna falta. El riesgo de dejar embarazada a una alumna era exactamente del 0% porque no había alumnas en nuestra cárcel de la cristiandad. Nuestro experimento pedagógico fue el último coletazo del medievo.

En nuestra grey sólo había un par de elegidos para la gloria que tenían novia desde los catorce años, allá extramuros, y que iban pasando trabajosamente de las palabras a los hechos. Conquistando el sexo milímetro a milímetro. Dos héroes, sí, dos referentes, a los que teníamos más admiración que envidia cochina. Los demás llevábamos en la frente la marca de Jesucristo. Éramos medio bobos y además lo parecíamos. Ninguna chica de los institutos circundantes hubiera querido tocarnos el cilindrín. Y mucho menos introducírselo en la vagina aunque solo fuera por curiosidad, como hizo Juno con su novio. Fue entonces cuando los chulos y los imbéciles nos cogieron la delantera y ya jamás les hemos alcanzado.





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Gracias por fumar

🌟🌟🌟

Fumé mi primer -y único cigarrillo- a los 51 años. Lo tenía que haber hecho a los 15, como todo el mundo, pero el destino prefirió invertir el orden de las cifras. 

Siguiendo esa pauta, mi primer beso de amor verdadero llegará a los 61, y mi primera manifa en la Puerta del Sol a los 71. Echaré mi primer polvo en la playa a los 81 y abandonaré el marxismo-leninismo de la juventud a los 91, ya casi en el lecho de muerte y rodeado de los míos. Mi vida, de cumplirse esta inversión numérica, será un poco el curioso caso de Benjamin Button. 

Podría tirarme el rollo y decir que nunca fumé un cigarrillo -salvo aquella noche de vicios inconfesables- porque soy un hombre responsable que cuida mucho su salud. Pero no es verdad. Si así fuera, tampoco comería carne roja, ni queso cheddar, ni bebería un par de cervezas cuando quedo con el amigo. En ese mundo ideal del cuerpo sin oxidantes yo escogería los pimientos asados en vez de la cazuelita de callos cuando se acerca la camarera con la bandeja de las tapas.

No soy fumador porque nunca sentí la necesidad. Así de simple. Nunca tuve que sostener un cigarrillo en la boca para resultar más varonil y seductor. Son tantos mis defectos que una sola virtud no hubiera repercutido en el conjunto... Fue la inanidad, y no la responsabilidad, la que me alejó del tabaquismo. Existe un universo alternativo en el que yo soy un fumador empedernido -de tres paquetes diarios y además de marca americana- porque una mujer hermosa me ha preferido por ello a todos los demás. Porque ha deslizado en mí oído la turbia y humeante idea de que con un cigarrillo en la boca yo seré siempre el Humphrey Bogart de su corazón. Mi reino por un caballo. Mis pulmones sanos por otros henchidos de orgullo. 



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El candidato

🌟🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que se cuenta en “El candidato”, Gary Hart habría ganado de calle a George Bush en las elecciones celebradas en 1988. Es política ficción, claro, pero soñar es gratis y a veces alivia los síntomas de una distopía cotidiana. 

Si no hubiera sido por el antropoide interior de Gary Hart -siempre dispuesto a anteponer el instinto sexual sobre el cálculo político- puede que jamás hubiéramos conocido a George Bush hijo, el heredero defectuoso. Y lo más importante de todo: jamás hubiéramos visto al presídente "Ánsar" haciendo el ridículo con unas piernas estiradas sobre una mesa de café. El antropoide, la mariposa, el tornado...

Gary Hart era un político joven, simpático, guapetón. Arrollador. Un tipo con lecturas y con un discurso chispeante ante los ataques de la prensa. Un parto bien aprovechado que lo mismo te talaba un árbol que te echaba un discurso muy profundo sobre el estado de la economía. Pero los candidatos demócratas, ay, tienen una habilidad especial para pegarse un tiro en el pie con el Winchester 73 o con el Colt 45. Incluso con la propia minga, cuando se bajan el calzoncillo de sopetón frente a la amante de turno. 

Gary Hart ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas que se le acercaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta en la campaña. Y Gary, por supuesto, como cualquiera de nosotros, no estaba hecho de piedra, sino de una carne más bien débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart tenía conocimiento de su devaneo.

Quién sabe: puede que al final Gary Hart no se acostara realmente con Donna Rice, la chica que al decir de ambos sólo le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido quince puntos en las encuestas. A este lado del charco no nos importa mucho la ejemplaridad matrimonial ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano. Aquí Gary Hart habría alcanzado la mayoría absoluta tras su devaneo sexual porque lo que se lleva es la envidia cochina y la palmadita admirativa: 

- Jo, macho, qué suerte tienes. Quién pudiera...




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Casual

🌟🌟🌟

Una vez disueltos los matrimonios indisolubles, los divorciados y las divorciadas salen de caza para recomponer su amor maltrecho, y reverdecer los laureles de sus genitales. Los cuarenta años, además, gracias al running, y al yogur desnatado, y a la morcilla de Burgos hecha con tofu, son como los treinta que cumplieron nuestros padres. Nadie está muy desahuciado cuando se mira ante el espejo. Quien más quien menos tiene un pase, o un disimulo, o un buen consejo del estilista. La buena alimentación ha retrasado la fecha de caducidad de nuestras carnes, y los cuerpos, más sanos que antes, más esbeltos y depilados, todavía son capaces de mantener una erección potable, o lubricar vastas áreas del interior. La salud acompaña en términos generales, y por delante, hasta la decrepitud, hasta que se extinga el deseo sexual y lleguen las sopitas y el buen vino, aún quedan veinte años de aventuras y de oportunidades. Y quién sabe si otra vez el amor verdadero, el segundo, o el tercero, según el currículum de cada cual.

    Pero ya no se liga como antes. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y gracias a ellas ya nadie sale realmente a ligar, a ver qué depara la suerte, y la noche. Gracias a las apps que buscan afinidades y unen los corazones, ya todo el mundo sale más o menos ligado de casa, y en las cafeterías, o en los restaurantes, sólo se comprueba que fulano o mengana no nos había engañado: que no se había quitado diez años de encima en la foto promocional, y que mantiene el mismo discurso  que cuando nos engatusaba en aquel chat que echaba humo a todas horas.

    Dicho todo esto, el punto de partida de Casual era cojonudo. Valerie es una psiquiatra de prestigio que regresa al mercado tras cumplir el luto sentimental de su divorcio. Aunque no va a necesitar mucha ayuda para seducir a cuantos hombres desee -porque ella es una mujer de buen ver, culta y predispuesta- tiene la suerte añadida de tener un hermano que ha hecho fortuna diseñando, precisamente, la app que ella utiliza para tender su tela de araña. Valerie lo tiene todo a su favor, y sin embargo no termina de desenvolverse con soltura en el neo-mundo del ligoteo. Quizá porque tampoco tiene muy claro lo que quiere, y camina dando palos de ciego, un poco al tuntún, sin decidirse todavía por el amor casual del simple folleteo, o por el amor que pone un poco más de compromiso en el asador.

    La sinopsis de Casual es prometedora, y ciertamente, en los dos primeros episodios, se cumplen las expectativas. Pero a partir de ahí, lo que iba para sitcom recomendable se convierte en algo que ya no es ni comedia mi drama, que no es chicha ni limoná. Una cosa rara que termina derivando en un culebrón familiar de tres generaciones que sólo piensan en follar. Una modernez insulsa, pretenciosa; y al mismo tiempo, un vodevil de aquellos que recorrían los pueblos de antaño. Cuando Casual quiere ser profunda y trascendente,  aburre a las ovejas. Nunca fue más profunda que al principio, cuando volaba como un pajarillo travieso. Definitivamente, al menos en las obras de ficción, no hay nada más serio que el humor.





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Tully

🌟🌟🌟🌟

(Todo lo que viene a continuación es un gran spoiler)

Lo que vienen a contar Diablo Cody y Jason Reitman en Tully -tirando de sarcasmo o de ternura según la ocasión- es que si tienes dos hijos pequeños, un bebé recién nacido, una casa que limpiar y un ajetreo de recados que atender, y tu marido nunca te ayuda porque se pasa el día trabajando fuera, y cuando llega a casa, después de devorar la cena que le has hecho con todo el mimo, o a toda hostia, según el talante con que te pille, se pone a jugar a los marcianitos con sus cuarenta añazos tumbados sobre la cama, y tú le suplicas con la mirada, con indirectas, con vaya día que llevo, cariño, no te lo puedes ni imaginar, pero el tipo no se da por aludido y sigue con los auriculares puestos y el mando de la Play en las manos, y por la noche tienes que levantarte cinco veces para calmar los lloros del bebé mientras él ronca plácidamente su sueño de marido proveedor, entonces, quizá, llegados a ese punto de desgaste, de desaseo personal, de domicilio cochino, de estrés emocional, de depresión inminente, de toma de conciencia de que esto no era el matrimonio prometido, el destino cacareado, quizá, tal vez, la única solución para que tu hombre se dé cuenta de tu ruina y tu desapego, de tu desamparo como mujer y como ama de casa, es volverte loca de remate, adentrarte en la esquizofrenia, crear una amiga imaginaria que eres tú misma a los veinte años e irte con ella de copichuelas a los bares de Nueva York, tan guapísimas las dos, cada una en su estilo, la jovencita y la MILF, a darse una alegría en el cuerpo si no hay mucho gañán en la barra del bar, y luego, al volver a casa, con las dos copichuelas ya citadas recorriendo las arterias, pegarte un buen hostión con el coche para curarte la esquizofrenia de un solo golpe -como Edward Norton se curó la esquizofrenia en El club de la lucha a fuerza de hostias- y yacer desamparada y herida en la cama del hospital para que tu marido -al que sin embargo quieres, porque es verdad que fuera de casa trabaja lo indecible y es un padrazo con los niños- tome conciencia de golpe del profundo desengaño que te carcomía por dentro, y poco a poco, día a día, vaya haciendo el esfuerzo de parecerse a ese “nuevo hombre” que llevan años anunciando las revistas para mujeres pero nunca acaba de llegar, como nunca llegó el Superhombre de Nietzsche, ni el Ser Flotante del año 2001, a no ser uno de esos cónyuges tan cucos y tan prácticos que sólo se crían en los países escandinavos, o en ecosistemas muy reducidos de los países civilizados, casi una especie exótica a la que habría que animar a reproducirse como los osos pardos, o los linces ibéricos.





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Young adult

🌟🌟🌟

En Young adult, una escritora neurótica, treintañera urbana a punto de asomarse al abismo de los cuarenta, decide regresar al pueblo para reconquistar a su antiguo novio y sentar la cabeza junto a él. Harta de la vida disoluta que lleva en la ciudad, sueña con una existencia más sencilla y ordenada, alejada de los ritmos diurnos, y de las tentaciones nocturnas, que poco a poco la van volviendo loca.

Nuestra protagonista es una mujer hermosa, antigua reina de la belleza en su etapa colegial. Ella es, por supuesto, Charlize Theron, y le basta una mirada en el espejo para saber que sus ojos de gata, y su cuerpo de gacela, dejarán patidifuso al hombre que ahora pretende recuperar. Éste, sin embargo, vive felizmente casado, y acaba de estrenar una paternidad que celebra a todas horas con un entusiasmo contagioso. Aunque su mujer esté a años luz de la belleza inmaculada de Charlize, Buddy vive en un paraíso armonioso de fidelidad al que no está dispuesto a renunciar. Las palabras muy serias terminadas en “ad” gobiernan su vida de hombre maduro, y no quiere adentrarse en las selvas ignotas de sufijos inquietantes y peligrosos, como adulterio, o fornicio. 

Negará tres veces a Charlize Theron antes de que acabe la película,  aunque ella se le presente en las citas vestida con trajes escotados, o le recuerde al oído las antiguas mamadas de novietes que lo dejaban para el arrastre. Si algún asomo de duda llega a cruzar por sus ojos, lo hace a la velocidad del rayo, como espantado por el pecado mortal. Es ahí donde Young Adult deja de ser comedia ácida, o tragedia cómica, para convertirse en el retrato psiquiátrico de un hombre con evidentes problemas mentales, autista, quizá, o prosoagnósico peculiar. Sólo las piedras, o los bloques de hielo, alcanzan estas alturas de hieratismo mineral. Uno lo ve, pero no se lo cree. Y la película, poco a poco, va decayendo. La falta de respuestas verosímiles convierten Young Adult en una comedieta bizarra y fallida. 





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