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Carretera perdida

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Al terminar la película, mientras los títulos de crédito escapaban del infierno, yo, tirado en el sofá, en la postura fetal del espectador indefenso, buscaba en internet las mil respuestas a las mil preguntas que planteaba mi estupor. Era la tercera vez que veía “Carretera perdida” y la tercera vez que acababa sin enterarme de nada.

¿El orgullo?: herido. ¿La inteligencia?: mancillada. ¿La  paciencia?: desbordada. ¿El sueño?: de pronto arrinconado, de la mala hostia que me entró. El “Homo sapiens” llamado Augusto Faroni  -que encima va por la vida alabando a David Lynch y pegándose con cualquiera por salir a defenderle- de nuevo convertido en un “Homo rascacogotensis”. Un lerdo no muy distinto a Homer Simpson si un día, en la televisión por cable de Springfield, se topara con esta película que desafía toda lógica y parece más bien una broma del ya difunto maestro pelopincho.

Por suerte, la exégesis más leída en internet contiene un spoiler que contribuye a calmar las aguas del espíritu. Vuelves a quedar como un imbécil -un reimbécil- al descubrir la brillantez de esos argumentos explicativos, pero al menos las imágenes de la película dejan de flotar en una dolorosa anarquía para empezar a ensamblarse y a formar grumos de razón. Donde antes había mil piezas sueltas, ahora, gracias a la perspicacia de ese usuario, ya sólo quedan diez o veinte bloques chocando entre sí o golpeando las paredes internas de mi cráneo. 

El problema es que si lees otras explicaciones alternativas terminas más perdido que como empezaste. De la carretera perdida pasas a transitar por el puro campo a través... Si la primera explicación te deja satisfecho, la segunda, que dice justo lo contrario, también lo hace, y lo mismo la tercera, y así hasta el absurdo infinito, y como todas parecen brillantes pero se contradicen, la única conclusión posible es que aquí todos andan igual de perdidos y que la única diferencia es que ellos han tenido el valor -o los santos cojones- de publicar su opinión sobre qué es en “Carretera perdida” el sueño, la realidad o la locura. O el puto cachondeo.




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Richard Pryor: Omit the logic

🌟🌟

Llevado por los consejos de Ignatius Farray, que es un cómico muy respetado en este blog, descargo y veo ilegalmente el documental Richard Pryor: Omit the logic, que es un biopic sobre la figura desbordante, excesiva, contradictoria, del cómico norteamericano ya fallecido. Farray asegura que Richard Pryor es el comediante más grande que parió el género del stand-up, y eso que ahí se batieron el cobre tipos como Jerry Seinfeld, Louis C. K. o Woody Allen. Este humilde cinéfilo sólo conocía a Richard Pryor por sus malas películas, por sus gesticulaciones de actor clown que tal vez tronchaban a los americanos de Kansas City, pero que aquí, en los cines ibéricos, nos dejaban a los espectadores petrificados, buscando la gracia que tal vez revoloteaba por los techos, o se nos escurría entre las piernas. Uno -y que los dioses de la comedia me perdonen- sólo recordaba a Richard Pryor haciendo el ganso en Supermán III, o en No me chilles que no te veo, infraproductos que ahora mismo no resistirían ni la mera curiosidad. El consejo de Farray parecía exagerado y algo mitómano.



            Y vaya, si lo era. Si en las películas Richard Pryor no tenía ninguna gracia, el buen hombre, que se nos fue enfermo de casi todo y adicto a casi todo, en el stand-up comedy, la verdad, también le ha dado plantón a mi sonrisa. El documental va desgranando sus actuaciones antológicas, sus chistes celebérrimos que los americanos celebran a carcajadas como aquí todavía nos descojonamos con Chiquito de la Calzada. Un lago negro un lago blanco y pecador de la pradera, cosas así. El mérito de Richard Pryor residía en decir cosas que por los años 70 estaban censuradas y prohibidas. Criado en un burdel de los barrios bajos, Pryor era un tipo desinhibido y procaz que decía motherfucker, y kiss my ass, y nigger. Sobre todo eso, nigger, como en una precuela de las películas de Tarantino, y esos excesos encendían a su público y escandalizaban a los beatos, que colapsaban las centralitas para que alguien hiciera callar a ese negro obsceno y malhablado. 

    En la década de los 70 uno también se hubiera partido el culo con estos números, pero ahora, cuarenta años después, estas cosas suenan a caca-culo-pedo-pis. A Ignatius también le va el rollo escatológico en sus actuaciones, pero en el trasfondo de sus historias vive un tipo sencillo, buenote, que cuenta anécdotas bizarras con un punto de verdad y mala leche. Yo me río más con él que con Richard Pryor, desde luego. No le compro el consejo, a Ignatius, pero le sigo comprando a él. 




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