El fin de la comedia. Temporada 1
Big Mouth. Temporada 1
🌟🌟🌟
El otro día, en la radio, Ignatius Farray recomendaba una serie
de animación que estaba viendo con su hijo. Decía que los dos se reían mucho con
Big Mouth, que al parecer es la nueva cachondada que lo peta entre los adolescentes
abonados a Netflix. Una serie de trazo infantil, pero de contenido adulto, que cuenta
el despertar sexual de los muchachos y muchachas del instituto americano. Y me lancé, claro, al abordaje. sin pensármelo
dos veces, porque la palabra de Farray a veces es el oráculo que te guía en la
selva de las series.
Farray, aprovechando la ocasión, porque él es un humorista
sabio, un cachondo que filosofa, hablaba de que ya vivimos instalados en la
época post-caca-culo-pedo-pis. Que ya hemos superado la transgresión
escatológica que cantaron “Los Punkitos” en Las aventuras de Enrique y Ana.
Ahora, en las ficciones, salvo que sean en la sobremesa de La 1, para no
provocar soponcios entre las señoras mayores -que bastante tienen ya con los sustos
que luego les sueltan en los magazines de la tarde- todo el mundo ha regresado a
la sexualidad monda y lironda de la polla y el coño, el follar y el masturbarse,
con toda la naturalidad de las cosas naturales de la vida. Se ha perdido el romanticismo, sí, pero hemos ganado en sonoridad, y en precisión terminológica.
Big Mouth es mayormente eso: caricaturas de
adolescentes que se hacen su primera paja, que se dan su primer beso, que tienen
su primera regla o su primera polución nocturna. La vida... El despertar a la vida, sobre todo. ¿Quién no ha
pasado por esos trances aunque hayan sido en la estepa castellana, o en la
costa de Galicia, tan lejos todo de Wyoming o de Kansas City? Pero superado
esto, de Big Mouth tiene gracia el primer episodio, menos el segundo, y
ya casi nada el tercero. Tres o cuatro pasotes después todo es lo mismo de
siempre: la taquilla, el pasillo, el loser y el winner. El amigo gay, la bruja
precoz, el tonto de la clase. La chica que no quiere sentarse con los malotes
en el comedor y deambula con la bandeja hasta que encuentra a otra chica solitaria...
Territorio manido, bostezante, mil veces repetido.
Además, los institutos americanos nunca se han parecido en nada a lo que nosotros vivimos.
Bojack Horseman. Temporada 2
Decía Ignatius Farray que a los veinte años, cuando cometía una gilipollez, se consolaba pensando que quizá él no era un gilipollas, sino sólo un hombre joven, impulsivo y desinformado. Y que vivió con esa duda hasta que cumplió los cuarenta, y se sorprendió cometiendo las mismas gilipolleces, u otras parecidas, y concluyó, para su decepción, pero también para su paz de espíritu, que realmente era un gilipollas. Uno más entre la vasta grey de los tipos que lo seguimos, y que lo jaleamos, y nos vemos reflejados en sus certidumbres, y ya hemos asumido que tal condición, llegados a estas alturas, no tiene mucho remedio, como la tontuna, o como la excelencia de los envidiados, que también nacen con ella y nunca les abandona, hay que joderse.
El sacrificio de un ciervo sagrado
La magia del cine suspende los límites de la credulidad. Un rótulo basta para trasladarnos millones de años en el tiempo a una galaxia muy lejana. Basta un solo chiste para saber que al lado del portal de Belén nació otro niño más terrenal llamado Brian. Son personajes imposibles o improbables, pero una vez nacidos, puestos en movimiento, tienen que conducirse con la lógica interna de sus intenciones. No pueden tomar decisiones caprichosas ni erráticas a menos que en el guión quede explícito que se drogan, o que están trastornados, o que pertenecen a una especie del género homo que disimula muy mal sus limitaciones. Si, en ausencia de coartadas, los personajes toman medidas absurdas e incluso risibles, deducimos que es el director quien hace tonterías con ellos, como un niño jugando con sus Madelman, y que le importa más llegar a ciertos sitios que explicarnos cómo se llega a ellos.
Detroit
La teoría cinematográfica de Ignatius Farray es una solemne tontería. Las películas no son mejores o peores porque se ajusten literalmente a lo descrito en el título. Alguien voló sobre el nido del cuco es una gran película aunque no salga ningún cuco en ningún nido, y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una experiencia insufrible aunque ofrezca justo lo que promete. Ignatius lo sabe, y sus fans lo sabemos, pero por el camino nos echamos unas risas jugando a las correspondencias entre los títulos y los contenidos.
La muerte de Luis XIV
Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, La muerte de Luis XIV es una obra maestra porque cuenta exactamente eso, la muerte de Luis XIV, el ocaso último del Rey Sol, y no se desvía ni un centímetro de lo que anuncia en el título.
La comuna
Erik es un afamado arquitecto que da clases en la universidad. Anna, su mujer, es la presentadora del telediario más famoso del país. Estamos en Dinamarca, en los años setenta, y suponemos que ambos cónyuges juntan mucho dinero cada mes. Pero sus sueldos, al parecer, no alcanzan para sufragar los gastos del palacio que Erik ha heredado a orillas del mar: una casa excesiva, destartalada, pero que le devuelve al mundo de su niñez, y a sus sueños arquitectónicos: los puertos, las escolleras, los paseos marítimos... Sólo para mantener la casa caliente todo el año -y en esas latitudes el frío suele venir muy jodido, y muy pertinaz- necesitarían hacer números en infinitas libretas de páginas cuadriculadas.
Krámpack
Para rematar sus actuaciones sobre el escenario, Ignatius Farray, el cómico que ha convertido sus propias taras en material de comedia, busca "chicos confusos" entre los espectadores para chuparles los pezones. Es una ocurrencia surrealista, estúpida, que nada tiene que ver con el discurso anterior de su monólogo (donde nada tiene que ver con nada, en realidad, porque Ignatius improvisa, desbarra, desnuda su alma, y lo mismo le sale una cacofonía de sandeces que un repertorio legendario de hallazgos).
El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante
La teoría cinematográfica de Ignatius Farray asegura que una película es buena si cuenta lo mismo que promete en el título, y una mierda si sale por peteneras y se embarca en narraciones divergentes. Según este criterio, Asalto al tren del dinero es una obra maestra porque se centra en el robo de un tren que lleva dinero, mientras que Alguien voló sobre el nido del cuco es un excremento porque en el manicomio de Jack Nicholson nadie volaba sobre el nido de ningún pájaro. Parece una tontería, la ocurrencia de Farray, pero no es más aleatoria, ni más injustificada, que las columnas de algunos críticos muy afamados, que también escriben silogismos muy extraños, querencias y extravíos que de poco nos sirven, y de poco nos guían.
La fiesta de las salchichas
Yo en realidad quería hablar de La vida moderna, que es el programa de radio que tanto me hace reír en las caminatas. Broncano, Quequé y Farray son tres señores que practican un humor mordaz y gamberril que saca lo peor que llevo dentro. Lo más incorrecto e inconfesable. Yo les escucho en el podcast mientras camino por los montes, o mientras hago las faenas del hogar, y menos mal que no hay nadie en los caminos, ni nadie en los pasillos, para no hacer el ridículo mientras me brota la carcajada, o lloro incluso de la risa. Yo quería hablar de estos tres cómicos impagables, pero los escritos de este blog se ciñen estrictamente al mundo del cine, y de este trío calavera solo Ignatius Farray ha hecho sus pinitos en la farándula de las series televisivas, o de la filmografía nacional.
En la sección de productos no-dietéticos comparten balda las salchichas y los panecillos -que en este caso son panecillas- y tan estrecha convivencia solivianta las pasiones, y enciende los fogones, y las salchichas ya sólo quieren adentrarse en la panecilla, y las panecillas ser completadas en su interior esponjoso... Sí, queridos lectores: es muy burdo, pero muy eficaz. Mi adolescente, al menos, se ha reído como un tonto del haba. Y además esto es sólo el comienzo de la película. Aquí cada alimento tiene su filia, su perversión, su amor secreto, y al final, los Almacenes Shopwell se revelan como una Sodoma y Gomorra de los tiempos modernos. Un laberinto de pasiones como el de Pedro Almodóvar que sirve para entretener la espera hasta que llegan las siete de la mañana, y el encargado abre la puerta, y los dioses del Más Allá entran con sus carromatos para elegir los mejores alimentos, y conducirlos al Valhalla de la eternidad...