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Días extraños

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Mientras Lenny Nero se pone más guapo todavía para salir en Nochevieja, en el telediario de Los Ángeles, esa misma tarde del 31 de diciembre de 1999, se anuncian las predicciones de los astrólogos para el próximo siglo: el coronel Gadaffi recibirá el premio Nobel de la Paz, Turquía indemnizará a Armenia por el genocidio secular y en el 2025 habría una segunda mujer presidenta en la Casa Blanca. 

Y sí, todo esto podría haber sido, pero no fue. Cosas más raras hemos visto. En la nómina del premio Nobel hay gente tan oscura y tan asesina como el coronel Gadaffi, pero éste, al final, fue lapidado y ajusticiado por una turba de libios cabreados. Lo de Turquía era una predicción arriesgada de narices -un 97/1 en las casas de apuestas- y lo de la mujer presidenta de Estados Unidos pues ya ves: no serán dos mujeres, sino dos Donald Trump, los que hayan gobernado el hemisferio occidental cuando llegue el año 2025.

La otra cosa que se anunciaba en “Días extraños” como muy futurible era el tema candente de la realidad virtual. (En la película, como está rodada en 1995, no se decía ni mu sobre la posible implosión de los ordenadores cuando sus relojes internos alcanzaran el año 2000. Esa noche, para empezar, ni siquiera comenzó el siglo XXI, por mucho que nos ametrallara la publicidad). Pero han pasado casi treinta años y esto de la realidad virtual sigue caminando con los pañales puestos. Da, como mucho, para seguir produciendo episodios de "Black Mirror" como churros.

Yo también fui de los que soñé una vez con encasquetarme los cables, darle al play del reproductor y sentir -no ver, sentir- lo mismo que experimenta un paracaidista cuando cae, un futbolista cuando marca, un fucker cuando acaricia el cuerpo pluscuamperfecto. Cumplir aquel sueño de Woody Allen de reencarnarse en las yemas de los dedos de Warren Beaty...  Pero de toda aquella tecnología que vendía Lenny Nero en las discotecas sólo nos ha quedado el metauniverso llamado Meta de Mark Zuckerberg, que todavía no sabemos ni lo que es, ni para qué sirve.




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Men in Black

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¡Me lo van a decir a mí!, que existen los extraterrestres, y que pululan por nuestras calles, yo que llevo en el teléfono las cinco notas musicales de “Encuentros en la tercera fase” como tono de llamada. Re-mi-do-do-sooool... 

“Uy, qué música tan rara”, me dicen los que no vieron la película o la vieron pero ya no la recuerdan. La Pedanía entera. Pues escuchad, majos: ésta es la tonadilla que servía de saludo entre los terrícolas y los extraterrestres. Las cinco notas de John Williams que ya son el H.E.G. (Hola Estándar de la Galaxia) que usamos los iniciados en el misterio de la astrobiología. 

Hará cosa de cinco años que llegué a la conclusión de que todo el mundo que me llamaba procedía de otro planeta: las mujeres del amor, los hombres de la amistad, los familiares que viven allende los mares... Y, por supuesto, las gentes del trabajo, que parecen salidas de un planeta donde las decisiones se toman del revés y los pasillos se recorren por los techos.

Todo esto, por supuesto, es medio en broma medio en serio, pero juro que el re-mi-do-do-sooool suena en mi teléfono cuando contacto con estos seres provenientes de otros mundos que se afincaron en la Tierra. La música me sirve de advertencia: prepárate para una conversación no siempre fácil ni fluida. 

Todo esto lo cuento para advertir a la gente que “Men in Black” no es una película de ciencia-ficción, aunque lo parezca. Porque es verdad que hay aliens por nuestras calles y que los picoletos del SEPRONA se encargan de supervisarlos. Yo, en mi vida cotidiana, también los tengo muy calados. De hecho, trabajo en secreto para los Hombres de Negro. Cuando recibo una llamada en el teléfono y suenan las notas de John  Williams, ellos la escuchan al mismo tiempo en su comisaría ultrasecreta. Lo digo por si algún día vas a llamarme y escuchas un click sospechoso al otro lado de la línea, un susurro, un acople... Que sepas que sabemos. 




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La chaqueta metálica

🌟🌟🌟🌟


Recuerdo, como una puñalada en el alma, que fue José María Aznar -el famoso “Ánsar” que hablaba en americano impostado y ponía los pies sobre la mesa- el tipejo que finalmente nos quitó el servicio militar. Supongo que lo haría por razones económicas, a él que tanto le iban las marchas militares y que lo mismo se apuntaba a matar moros en Asia que a invadir la isla de Perejil para que los generales tuvieran un entretenimiento y le pegaran cuatro tiros a las gaviotas. Manda cojones que la mili -la puta mili que dibujaba Ivá en “El Jueves”- tuviera que retirarla un tipo con la camisa nueva que Ana Botella le bordaba en rojo, y ayer. Él, manda cojones, él, el hombre con la sonrisa de hiena y el bigote de fascista, y no nuestros queridos muchachos del socialismo, siempre más pendientes de pegar pelotazos y de inaugurar fastos modernizantes. 

Aquel gesto de Ánsar fue una victoria, pero también una vergüenza para el sector no beligerante de este país: la España pacifista, ilustrada, que veía aquella instrucción con los sargentos chusqueros como una estupidez propia de los tiempos medievales. Un servicio a la patria -la patria de los curas, claro, de los terratenientes, de los banqueros, de los altos ejecutivos del IBEX 35- que te partía la vida por la mitad y además te rebajaba como persona. Que te hacía descender de la categoría de hombre a simio de la selva “nasío pa’ matá”. 

Yo, por fortuna, me libré de todo aquello. Primero porque pedí prórrogas de estudio y luego porque me hice objetor de conciencia. No tenía otro remedio. Enfrentado al salto de potro, a la escalada de cuerdas, a la limpieza exhaustiva de mi Cetme de combate, yo hubiera sido la versión española del recluta Patoso. Primero por naturaleza, y luego porque si me gritan, si me achuchan, ya no soy persona. Je suis el recluta Patoso y entiendo su turbación.

Al final, cuando ya me tocaba servir de bibliotecario en la Universidad, me llegó una carta diciendo que me daban por liberado. Por inútil total, incluso para desempeñar un servicio a la comunidad. Fue un aguijón en mi autoestima, pero una suerte del copón. Nunca tuve que sufrir a ningún héroe de pacotilla gritándome al oído, ni cagándose en mi madre.



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Chained

🌟🌟

Me hubiera gustado dedicarle esta entrada -que es la número 1000- a El club de los poetas muertos, que es mi película de cabecera, o a La guerra de las galaxias, que es mi pedrada de todos los tiempos. Pero la efeméride me ha pillado en tránsito veraniego, en Desembarco del Rey, muy lejos de mi señorío de La Pedanía, donde guardo mis películas como oro en paño -pues ellas, en mi biografía, valen tanto como el oro. Podría descargarlas, aducirán los que han llegado hasta aquí seducidos por mi prosa, o descojonados por mi tontuna. Pero es que mi DVDs son objetos sagrado, reliquias inviolables, y no pueden ser sustituido por cualquier objeto equivalente, por cualquier hechicería de megabytes transportados por el aire. Sólo el DVD, ya tan rancio, contiene la Verdad que alimentaría mi escritura recta y sabia. 

Así las cosas, para rellenar este vacío abrasador, he decidido hacerle caso a uno de mis lectores, a modo de homenaje extensivo a todos ellos, y he puesto en el portátil esta película desquiciante titulada Chained: una ida de olla que firma la hijísima -por estirpe, y por tamaño corporal- de David Lynch. La cosa va de un psicokiller que secuestra a un niño, lo ata con cadenas en un sótano, y lo obliga, durante años, a presenciar sus violaciones, sus asesinatos, sus enterramientos con cal viva de las pobres desventuradas, para que el chaval vaya aprendiendo un oficio y se prepare para la dura competencia laboral. Hay que estar muy enfermo para escribir una guión así; hay que estar muy enferma para rodar una historia así. Demasiada enfermedad, demasiada locura, demasiada pesadilla con ganas de epatar. Me he bajado en la segunda parada. 







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