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Rivales

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1. En vez de entrechocar las cornamentas como venados, o de morderse la yugular como hienas, Art y Patrick deciden disputarse el amor de Zendaya dándole raquetazos a una pelota.  En eso consiste, más o menos, la evolución de los homínidos: en sustituir los métodos sangrientos por otros más civilizados. La raqueta de tenis no es más que la sublimación de la vieja cachiporra. 

Cuando el mono de Stanley Kubrick lanzó el fémur al aire para convertirlo en una nave espacial, también pudo haberlo transformado en un stick de hockey o en un taco de billar. Incluso en una guitarra eléctrica de rockero, que también es fálica y derrite las voluntades. Esgrimir un instrumento musical es otra estrategia de apareamiento; lo mismo que coger un pincel para pintar o un MacBook último modelo para escribir una novela. Demostraciones de valía y colas de pavo real.

(La represión de la berrea, por cierto, ha recorrido un camino paralelo a la represión de los obreros: antes nos diluían a tiros y ahora les basta con convencernos de votar al enemigo. Donde antes había un tanque disparando a la multitud, ahora hay un telediario de Antena 3 a las nueve de la noche. Ya no hay que dejar un cadáver en la acera para que Fulanita se decante por Menganito o para que los empresarios sigan acumulando capital). 


2. ¿Qué es más fuerte: la amistad o el amor? La pregunta es una soberana gilipollez, pero hay centenares de libros en las secciones de Verborrea opinando sobre el asunto. Hay amistades para siempre y amores para casi nunca. Y al revés. No existe una ecuación definitiva. En “Rivales”, por ejemplo, la amistad de Art y Patrick parece hecha a prueba de bombas, y sin embargo bastará la presencia de Zendaya en minifalda para que se resquebraje por la línea más débil de su estructura -que en el caso de los hombres siempre parte del perineo. 

En otras películas, en cambio, hemos visto pasiones que temblaban por culpa de amistades que eran más poderosas que el amor. Son todas esas en las que el fulano, casi siempre irlandés y con gorra de faena, prefiere emborracharse en la taberna antes que llegar puntual a la hora de cenar. 




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Dune: Parte Dos

🌟🌟🌟


Los profetas más influyentes de la humanidad, los reales y los ficticios, tienen la sospechosa costumbre de nacer en los desiertos o de criarse en ellos cuando sus neuronas todavía están conectándose a la central. De lo que deduzco -y no creo equivocarme- que cuando se hacen mayores y se ponen en lo alto de una duna a prometer la salvación eterna o la liberación de sus pueblos oprimidos, ya van todos con la cabeza muy recocida por culpa de las insolaciones. 

De chavales, cuando perdimos la fe y nos convertimos en apóstatas militantes, decíamos que Jesucristo era sin duda un esquizofrénico de manual, un hebreo que se había escapado del frenopático de Jerusalén para proclamarse Hijo de Dios y Depositario de la Verdad. Pero existía otra corriente de pensamiento -a la que yo luego me afilié- que identificaba a Jesucristo con Luke Skywalker y que sostenía -porque Luke era más majo que las pesetas y no podíamos tacharle de loco sin traicionar nuestra admiración- que no era el gen, sino el sol implacable, el que había convertido a estos dos buenos hombres en dos majaretas de las arenas que sostenían que tras la muerte ellos no iban a morir, y que se iban a presentar tan campantes entre sus apóstoles o sus padawans a seguir con la francachela. 

Paul Atreides es sin duda otra víctima de la insolación pertinaz de los desiertos. Ya en la primera parte de “Dune”, cuando los Atreides salen de su nave y se pasean por Arrakis sin una gorra en la cabeza -ni siquiera con un pañuelo de cuatro nudos al estilo de los obreros- nos temíamos todos lo peor: que le quedaban dos semanas para creerse el Muad'Dib de la kabila y reconquistar todo Al-Andalus a golpe de cimitarra. 

Lo que no sospechábamos entonces es que los guionistas de “Dune: Parte Dos” también iban a llevarse las máquinas de escribir al desierto de Jordania, y que allí, a lo bonzo, sin gorras ni parasoles, iban a desarrollar una historia sin pies ni cabeza que a veces provoca el hastío y otras muchas la indiferencia. 




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Dune

🌟🌟🌟🌟


“Dune” cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, todo desierto y berbería. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los chinos y los yanquis que hoy en día, en el planeta Tierra, en esta misma galaxia pero diez mil años antes de Timothée, se disputan los minerales africanos que mueven nuestro mundo. Money makes the world go round, y también el universo.

“Dune” es un mundo al revés en el que los sometidos y los parias tienen los ojos azules. Y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más, se salta las colas y obtiene mejores puestos de trabajo. Y no lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental que habría que releer. Iggy Rubin, el humorista, también decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, y no un simple “ojo de grifo” como cualquiera de nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedirle un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre y otras dolencias de la farmacia; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. 

(El melange, en nuestro planeta, costaría tanto como el aceite de oliva porque no se utilizaría para alcanzar estados superiores de la conciencia, sino para teñirse los ojos de azul y triunfar entre el mujerío). 

“Dune” también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo. Pero Dune, sobre todo, habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque él sea un Borbón de la galaxia. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con mi Bene Gesserit a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama y repta por mis piernas.





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