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Rivales

🌟🌟🌟🌟

1. En vez de entrechocar las cornamentas como venados, o de morderse la yugular como hienas, Art y Patrick deciden disputarse el amor de Zendaya dándole raquetazos a una pelota.  En eso consiste, más o menos, la evolución de los homínidos: en sustituir los métodos sangrientos por otros más civilizados. La raqueta de tenis no es más que la sublimación de la vieja cachiporra. 

Cuando el mono de Stanley Kubrick lanzó el fémur al aire para convertirlo en una nave espacial, también pudo haberlo transformado en un stick de hockey o en un taco de billar. Incluso en una guitarra eléctrica de rockero, que también es fálica y derrite las voluntades. Esgrimir un instrumento musical es otra estrategia de apareamiento; lo mismo que coger un pincel para pintar o un MacBook último modelo para escribir una novela. Demostraciones de valía y colas de pavo real.

(La represión de la berrea, por cierto, ha recorrido un camino paralelo a la represión de los obreros: antes nos diluían a tiros y ahora les basta con convencernos de votar al enemigo. Donde antes había un tanque disparando a la multitud, ahora hay un telediario de Antena 3 a las nueve de la noche. Ya no hay que dejar un cadáver en la acera para que Fulanita se decante por Menganito o para que los empresarios sigan acumulando capital). 


2. ¿Qué es más fuerte: la amistad o el amor? La pregunta es una soberana gilipollez, pero hay centenares de libros en las secciones de Verborrea opinando sobre el asunto. Hay amistades para siempre y amores para casi nunca. Y al revés. No existe una ecuación definitiva. En “Rivales”, por ejemplo, la amistad de Art y Patrick parece hecha a prueba de bombas, y sin embargo bastará la presencia de Zendaya en minifalda para que se resquebraje por la línea más débil de su estructura -que en el caso de los hombres siempre parte del perineo. 

En otras películas, en cambio, hemos visto pasiones que temblaban por culpa de amistades que eran más poderosas que el amor. Son todas esas en las que el fulano, casi siempre irlandés y con gorra de faena, prefiere emborracharse en la taberna antes que llegar puntual a la hora de cenar. 




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La quimera

🌟🌟🌟


Empecé a ver “La quimera” justo cuando el tren arrancaba de la estación de Ponferrada, camino de León. No la iba a ver entera antes de llegar, pero me daba un poco igual. Era más bien una probatura, un meter el dedo gordo en el agua a ver si era verdad todo lo que contaban sobre ella los críticos y los estirados.  “La quimera” parecía una película tan personal, tan a contracorriente de la normalidad, que me podía una pereza paralizante y una cierta vergüenza de cinéfilo. En el peor de los casos, si no terminaba de engancharme, tenía el paisaje de los montes para entretenerme por el camino y divagar.

Todavía no había comenzado “La quimera” cuando un niño de unos cinco años empezó a dar por el culo -metafóricamente hablando, claro- un par de asientos más atrás. Detuve la reproducción y me coloqué unos tapones de gomaespuma para reforzar el “noise cancelling” de mis auriculares. La tercera capa de aislamiento que convertía sus gritos en un rumor era el traqueteo del vagón, el cha-ca-chá del tren, que transita muy lejos de las redes de alta velocidad de la España moderna y europeizada. 

Regresé a “La quimera” pensando que por estos lares la alta velocidad también es, a su modo, una quimera tecnológica, casi futurista. Y de pronto, en una conexión como de realismo mágico o de espejos interestelares, descubrí en la primera escena a un fulano que también viajaba en un cha-ca-chá del tren, esta vez italiano y de la época del neorrealismo. El viajero del ferrocarril que contempla al viajero del ferrocarril... Los antiguos augures de Roma tomarían esta coincidencia como un buen presagio para el resto de la película, pero no así los augures de Etruria -esos que yacen en ls tumbas que saquean los “tombaroli”- y que veían en estas casualidades la mano diabólica de las fuerzas negativas. Así que no supe si alegrarme o si alimentar aún más mis recelos por "La quimera". Me dejé llevar y descubrí que a la media hora ya estaba más pendiente de los paisajes que de la película... 

Horas después, ya en León, terminé de ver “La quimera” para coger rápidamente el sueño en la cama donde yo dormía de pequeñín, en una época que en el recuerdo ya es también un poco neorrealista y pobretona. 




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The Crown. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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The Crown. Temporada 3


🌟🌟🌟🌟🌟

La tercera temporada de “The Crown” empieza con una relación condenada al fracaso que al final termina bien. La primera vez que el primer ministro Harold Wilson visita el palacio de Buckingham, la reina Isabel le recibe con la antipatía que se merece un socialista que viene a tocarle un poco las narices. La reina, por supuesto, se siente más cómoda con los ministros conservadores, que no amenazan los presupuestos de la casa real, y además comparten su afición por los caballos, la caza del zorro y el whisky de malta en la sobremesa. Harold Wilson, además, llega al poder en plena crisis de los espías infiltrados -Kim Philby y su alegre pandilla-, y hay quien asegura que Wilson trabaja en secreto para los soviéticos, y que en dos meses Inglaterra va a convertirse en un satélite de Moscú, y que los Windsor van a ser desterrados a una isla del Pacífico -de la Commonwealth, eso sí- a picar piedra y a recoger cocos en la playa.

    Luego, con el transcurrir de las desgracias, la reina y Harold Wilson cultivarán una simpatía personal que al salir de las audiencias privadas tendrán que esconder ante los suyos, ella para no dar mal ejemplo, y él para no perder el voto de los obreros.



    A mitad de temporada, para poner el contrapunto, “The Crown” pasa a contarnos la historia de una relación condenada al éxito que al final termina en gritos y jaleos. La princesa Margarita y el conde de Snowdon  parecían ciertamente destinados a amarse, a follarse hasta perder la salud entre las sábanas de seda. A ser una sola carne dentro y fuera de los dormitorios reales, porque son dos seres idénticos: vividores y excesivos, guapetones y egocéntricos. Y quizá por eso, por ser idénticos, terminan por repelerse de muy malas maneras, como partículas de alta energía que cuando chocan no se funden, sino que rebotan produciendo mucho estruendo y muchas lamentaciones.

    La última relación extraña de la temporada es la que me une a mí con el príncipe de Gales. Tengo una amiga que cada vez que le hablo de “The Crown” me advierte: “De tanto ver a los Windsor, vas a terminar simpatizando con ellos”. No, jamás, le respondo. Mis cimientos republicanos son sólidos, y además, en treinta episodios, no he encontrado a nadie que despierte una simpatía personal. El exrey Eduardo VIII parecía un buen candidato, al principio, por libertino y poco dado a las formas. Pero al final resultó ser un nazi que simpatizaba con Hitler y quedó descartado. Sólo con el personaje del príncipe Carlos -insisto, con su personaje, que a saber cómo será el pájaro en libertad- he sentido el palpitar de una identificación personal. Su timidez, su torpeza, sus ganas de estar siempre en otro lado... Su afán de no figurar, y de volverse invisible, cuando figura. La certeza absoluta de llevar una vida equivocada pero ineludible, para la que no se tiene ni el carácter ni la ilusión.



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