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Aún quedan muchos años para que se invente Tinder cuando
Francesca se queda sola el fin de semana. Su marido y sus hijos parten en la
camioneta hacia una feria de ganado, y ella, aunque los quiere mucho, y ha
sacrificado varios sueños por ellos, no puede esconder su satisfacción
cuando los ve alejarse entre la polvareda del camino. En las escenas introductorias no es
difícil adivinar que el matrimonio Johnson ya no enciende, precisamente,
fogatas de pasión. Pero Francesca aún es joven, luce un cuerpo espléndido, y
tiene algo en la mirada que delata la turbiedad y la ensoñación del deseo
insatisfecho. Quizá, en sus ratos de secreta lujuria, ella sueña con el marido de
alguna amiga, o con algún reciente divorciado que pasea su soledad por Madison
County. Pero cualquier aventura extramatrimonial sería un escándalo en un
vecindario tan reducido, donde todo el mundo conoce a todo el mundo y acabas
siempre en la misma cafetería y en la misma tienda de aparejos para la pesca.
Así que Francesca, sin Tinder, sin Meetic -que explicadas a
alguien de su tiempo sería como hablar de la magia potagia o de tecnologías
extraterrestres- confía su reverdecer sexual a la aparición de un extraño en la
puerta de su casa. Y una mañana de sol radiante, como si los dioses hubieran bendecido su deseo, aparece Clint Eastwood preguntando por los
famosos puentes cubiertos. Clint es fotógrafo de National Geographic, tiene
arrugas en la cara que hablan de mil aventuras, y se hace el tonto como nadie
fingiendo que se ha perdido entre los caminos. Francesca sabe, desde el primer
segundo -porque estas cosas siempre se saben en las tripas, y el conocimiento
que allí nace es instantáneo y demoledor- que Clint es un mujeriego que se sabe
todos los trucos, todas las debilidades de las mujeres solitarias, y que va a
terminar enredándola en un amor que marcará su vida para siempre: si lo acepta,
porque vivirá un capítulo completamente distinto de su biografía, y si lo
rechaza, porque ya nada volverá a ser igual en su corazón de ama de casa resignada.
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