Mad Men. Temporada 6

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1. Mientras Megan Draper -también conocida como La Cornuda II- se quema la piel en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper, a su lado, tumbado a la bartola tras lograr un nuevo éxito profesional y echar un nuevo polvazo con la vecina, lee en la playa estos versos incisivos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Don Draper, nuestro Hombre Ideal, el macho alfa al que todos querríamos parecernos, se detiene en los versos de Dante con cara de haber sido aludido. En realidad, cualquier espectador que no sea un imbécil integral tiene que sentirse aludido: “...me descarrié del camino correcto”. Y da igual que seas el macho alfa o la última mierda del Credo. Porque además, que yo sepa, ningún imbécil integral ha conseguido llegar hasta la sexta temporada de “Mad Men”. 

2. De unos recortes que tenía por ahí he rescatado estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel".

Sobre “Mad Men” se ha hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas y de los fuckers trajeados. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba las tramas y los amores, los ascensos profesionales y los descensos al infierno, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo. El ojo muy poco clínico de los semejantes.





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