El que esté libre de haber vendido su alma al diablo, que tire
la primera piedra. Pero que avise, por favor, porque nos íbamos a descalabrar
todos, y antes de empezar habría que buscarse un buen escudo, o un buen refugio bajo tierra.
Hasta los niños pequeños -que apenas son conscientes del ser y de la nada- ya le han
vendido la suya a cambio de un helado de chocolate, o de un juguete
incluido en el Happy Meal. En esos berridos, en esos arranques del capricho que
son la causa fundamental y nunca diagnosticada de la baja natalidad -porque
quien incurre, no repite, y quien no incurre, queda avisado-va escrito el primer
contrato con el demonio. Mi vida eterna a cambio de esa golosina, de ese trozo
de plástico. My kingdom for a horse.
Pero el diablo no es tan malo como lo pintan. Sólo nos concede
lo que deseamos, y a los niños pequeños no los tiene en cuenta porque sería
demasiado fácil esclavizarlos desde el principio. El diablo les toma el alma en
cada berrinche, pero luego se la devuelve en cada satisfacción, a la espera de
que lleguen deseos más adultos y más divertidos: el sexo, el dinero, el cargo,
el coche, la venganza... El diablo no es tan malo como lo pintan, pero es un
cabronazo con pintas en el lomo.
No sé de qué nos asombramos, los espectadores, cuando termina
“El corazón del ángel” y descubrimos lo que descubrimos. “¡Pero cómo puede ser
que Fulano haya vendido su alma y ni siquiera se haya enterado!”, exclamamos
indignados, y no nos damos cuenta de que nosotros mismos ya tenemos la
salvación hipotecada. “Lo daría todo por conseguir a esa mujer”, dijimos una
vez. “No sé lo qué daría porque el Madrid volviera a ser campeón de Europa”, o
porque mi hijo salga de la enfermedad, o porque se muera ese hijoputa, o porque
me toque un pellizquito en la lotería. Que cese ya, el dolor de muelas. Y en
cada deseo concedido, el diablo interpreta que el alma va incluida en el
precio. Y a partir de una determinada edad, ya nunca perdona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario