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Ahora, en los telediarios, y en las series de ficción como “Watchmen”,
a esos tipos del cucurucho blanco los llaman “supremacistas blancos”. Pero en
realidad son los racistas de toda la vida. Lo que no sé es por qué ahora usamos
dos palabras para designar lo que antes quedaba claro con una sola. La inflación
del lenguaje siempre es algo sospechoso. De sobrevolar sin atacar. En otro
sentido completamente distinto, escribir este blog también es, por supuesto,
una inflación del lenguaje. Una cosa gimnástica y superflua. Una obcecación
mental. Una escritura muy sospechosa. Otro sobrevolar para no decir gran cosa.
De hecho, cada vez que escribo la palabra supremacismo, el
corrector del Word me la subraya en rojo, muy atento siempre a las palabras mal
escritas, pero también a las innecesarias, y a las redundantes. Pongo racista,
o hijo de puta, o hijo de putero, que ahora es más políticamente correcto, y
puedo seguir escribiendo sin contratiempos. Pero bueno, da igual... No voy a hacer más inflación
con las palabras. Y mucho menos, inflación con la filología, que es el tema más
aburrido del mundo. Yo quería contar que Watchmen es en esencia una
secuela de Raíces, o de Doce años de esclavitud. Y me temo, ay,
que será una precuela de las muchas ficciones que están por venir. Porque el
racismo es un tema tan viejo como la evolución de las especies. Tanto como la
diferenciación de la melanina, y la idiotez de los homínidos.
Los temas se acabaron hace mucho tiempo. Lo que cambia es la
manera de contarlos. Los enfoques originales. Y Watchmen, de originalidad,
va más que sobrada. Para empezar, es una serie que ni siquiera empieza. Quiero
decir que se pasa por el forro la secuencia clásica y pone el nudo antes que el
planteamiento, de tal modo que te pasas tres episodios rascándote la cabeza,
insistiendo por pura fe, porque el amigo que te la recomendó te ha aconsejado
paciencia. Al final -decía él, en tono evangélico- todo se anudará, quedarás
maravillado, y serás recompensado setenta veces siete cuando lleguen los
episodios finales. Y tenía razón.
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