Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el
desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único
terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y
enfrentadas.
Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el
corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado
por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para
expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas
rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor
verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia
de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland
Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con
la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me
refiero.
En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de
culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero
lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores
hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos
y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una
mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela
de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos
dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando
ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la
película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la
señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide
concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy
básica, o una vena muy primordial.
Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene
entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre
clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.
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