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La vida est谩 llena de carteles prohibitivos. Algunos son
razonables y otros meros caprichos del mandam谩s. Algunos nos los tomamos en
serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al
prohibido entrar sin mascarilla, llevamos a帽os recorriendo una exposici贸n
apabullante de arte simb贸lico, de semi贸tica amenazante. Cruzando la acera, en
el otro pabell贸n, hay una exposici贸n de lenguaje permisivo -permitido esto, y
tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.
Uno de los carteles que m谩s me jode la vida es ese de “Prohibido
el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la
entrada al trasiego de las mercanc铆as, cuando en verano me acerco a los mares.
A m铆 lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus
gr煤as gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y
gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes,
verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo ser铆a
feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruz谩ndome con
marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me
facilitan la vida vienen de ah铆, de un contenedor pintado de azul, o de rojo,
que surc贸 los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ah铆 vino este
ordenador en el que escribo, la tele donde veo las pel铆culas, posiblemente el
sof谩, los pimientos del Per煤, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro,
el flexo de la mesita, la antena parab贸lica que capta mi felicidad... Los DVD y
los pinchos de memoria.
Y tambi茅n, c贸mo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas,
los coches de lujo, que son el intr铆ngulis de la segunda temporada de “The Wire”.
Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien
cordeles que jam谩s se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada
de nadie, o casi nada: s贸lo el oficio de los profesionales, que dan el callo en
todo momento: los polic铆as, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los
estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.
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