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La culpa es de Javier Ocaña, el crítico de cine, que lleva varias
semanas apareciendo en los podcasts que yo escucho -en los culturetas, me
refiero, no en los deportivos- como si él me persiguiera, o yo le persiguiese. Ocaña
está haciendo promoción de un libro que al final terminé por comprar, y que ahora
mismo voy leyendo por las terrazas, y por las camas revueltas, de vacaciones de
Navidad. El libro se titula “De Blancanieves a Kurosawa”, y en él Ocaña narra
su experiencia de padre que inculca la cinefilia a sus dos retoños ya pre-adolescentes.
Una historia que me recuerda a la que yo mismo viví hace años con Retoño, y que
empecé a esbozar en los primeros tiempos de este blog sin muchos resultados. Literarios
y prácticos, quiero decir. Porque yo proponía, seducía, daba la lata con este clásico
imprescindible o con aquella película de culto, pero mi hijo siempre se salía con
la suya, por peteneras, cinéfilo a medias, como luego fue lector a medias, para
que luego digan que es la influencia de los padres comprometidos, y el ambiente
cultural de los hogares... Paparruchas.
Digo que es culpa de Javier Ocaña porque en su libro destaca
películas que en su casa hicieron furor -qué niños más envidiables, por Dios- y
que yo, en mi paletez, ya daba por amortizadas o por viejunas. Ocaña es crítico
en El País y yo soy un cinéfilo provinciano, o sea: que hablamos un idioma diferente.
Y aunque lo sé, y me había prometido no
seguirle el rollo, al final me he dejado llevar por su odisea de padre, por su
entusiasmo de cinéfilo. Y entre las perlas que él alaba como cine familiar está
“Los contrabandistas de Moonfleet”, la película de Fritz Lang, que no es que
esté mal, que es el viejo cine de nuestros sábados infantiles, pero que en fin,
que está llena de incongruencias y de diálogos para besugos. No alcanzo a ver
lo que Ocaña -y sus retoños, entregadísimos, y cultísimos- sí encuentran en una
película a la que le han caído los años como peluquines de aristócrata.
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