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La gran suerte que yo he tenido en la vida -porque de las
otras suertes casi siempre he ido con lo justo- es no haber estado nunca en el
paro. Bueno, sí, una vez, recién salido de la Universidad, cuando me apunté con
la única intención de engrosar las estadísticas y joder un poco la marrana. De
sumarme simbólicamente al gran drama de los parados de verdad, los que tenían
un hogar y una familia y vivían con la verdadera angustia que yo de momento no sentía,
todavía en casa de mis padres, en la habitación del fondo, preparando las
oposiciones que iban a salvarme de la incertidumbre.
Lo cierto es que este paréntesis de parado ficticio, o de
parado solidario, no duró demasiado tiempo. Iba a decir que gracias a Dios,
pero como no creo en Dios, sino en Billy Wilder, como dijo Fernando Trueba
cuando recibió su Óscar, voy a decir que fue gracias a la Suerte, que es la
verdadera diosa de los designios. Estudiar de nada nos vale, y el tesón... Conozco
gente muy trabajadora que nunca terminó de asomar la cabeza, siempre derrotada en
el último detalle, o en el estúpido revés. Vidas trágicas de verdad. Esta retórica
del esfuerzo no es más que mierda de emprendedores, basura neoliberal. Propaganda
de los tiempos modernos. Es la Suerte, estúpido, y lo demás, literatura de
muleta.
Lo que a mí me separa, por ejemplo, de estos cuatro personajes
que constituyen “El club del paro”, allá en su bareto de la barriada, es que el
día de mi examen de oposición dormí bien, me respetaron los nervios, salió un
tema que dominaba, no trastabillé al recitarlo, me salió este vozarrón de
autoconvencimiento que solo esconde una timidez patológica y unas ganas locas
de escapar. Coincidió que le caí en gracia al tribunal y que los demás, mis rivales,
patinaron en un tema que tenía sus aristas y sus trampas. Demasiadas
casualidades que ese día, para mi bien, se alinearon como planetas propicios. Como
dioses complacidos con mi presencia y con mi estampa, vaya usted a saber la
razón.
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