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Al jazz llegué tan tarde como al sexo verdadero. Casi tanto como a la cocción de verduras o a la bicicleta de carretera. Y se nota: lo que no se practica en la juventud luego se aprende a trompicones. Mejoras, o te mejoran, pero ya nunca das el rendimiento de los campeones. Una cosa tan simple como el mando de Movistar -por poner un ejemplo- y me lío cantidad con sus funciones.
Para que el aprendizaje eche raíces y crezca sano y vigoroso hay que regarlo desde el principio. Es la única manera de vencer a la torpeza sensoriomotora y a la podadura de las neurona. Lo que no se mama desde chaval -y perdón por la expresión- luego cuesta mucho recuperarlo. Al final sí, te aficionas, al jazz o a cualquier otro placer de la vida, pero los años perdidos dejan agujeros que ya no se remiendan por más documentales que veas o por más discos que acapares.
Cuando quise ser culto para impresionar a las mujeres -porque de otro modo no podía impresionarlas- me dio por la música clásica y ahí estuve durante años, perseverando en un postureo que luego se convirtió en afición y en elevación del espíritu. No conquisté a ninguna señorita por esa vía, pero conocí mil cosas que había que escuchar antes de morirse. Cuando llegué al jazz -de una manera autodidacta y ya sin afanes de pavo real- lo primero que hice fue comprar esta serie documental. Cómo di con ella ya no sabría recordarlo. En “Jazz, la historia” conocí el origen del ritmo y apunté en una libreta cuáles eran los artistas imprescindibles. Aprendí a colocarlos en una línea cronológica y luego me lancé a la escucha de los discos fundamentales.
Luego pasé varias crisis existenciales y me volví perezoso y olvidadizo. Pero ahora que estoy de vuelta en Nueva Orleans, necesitaba ver de nuevo "Jazz, la historia" para renovar el carnet de aficionado. El documental consta de doce episodios en los que sale un Jesucristo apellidado Armstrong y doce apóstoles que predican con sus variopintos instrumentos.
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