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Chaplin

🌟🌟🌟


Los cuatro gatos del callejón ya saben que me fascina la figura de Charles Chaplin. Y eso que el personaje no me cae especialmente bien. Leer su autobiografía es como contemplar una larga masturbación ante el espejo. Es el amor a uno mismo más famoso del siglo XX. En el libro apenas pueden leerse un par de dudas y un par de confesiones muy confesables. Un ego casi divino, a la altura del que se atribuían los césares de Roma. Salve, Charles, spectatores te salutan. 

Lo que pasa es que sir Charles era un puto genio, uno que todavía vive en nuestras lámparas maravillosas, y por eso le perdonamos todos sus pecados como curas en el confesionario: “Vete, hijo mío, y peca mucho más si eso te ayuda con tu trabajo”. Porque la soberbia, además como mucho, es un pecado capital, y la lujuria tres cuartos de lo mismo. Unos cachetes en el culo -muy sacerdotales- y ya quedas limpio de polvo y paja ante el Señor.

La película de Attenborough está basada directamente en aquella autobiografía, y tiene, por tanto, sus mismas virtudes y sus mismos defectos. Lo más interesante y detallado es lo del principio: la pobreza en Londres, la madre loca, la compañía de Karno, el salto a la fama... Robert Downey Jr. sin maquillar es Charles Chaplin redivivo. Pero a partir de ahí la película se queda sin tiempo para contar el intríngulis de las grandes películas. Apenas unas pinceladas y un desfile de pibones. Y un maquillaje de vejestorio que chirría como una antigualla de los tiempos pre-digitales.

El único defecto que aflora en la personalidad de Chaplin es el de no saber cuidar a sus mujeres. Haberlas dejado de lado cuando se metía en la harina de sus películas. “Follar está sobrevalorado. Cuando estoy preparando una película casi ni me acuerdo del asunto”. Algo así llega a decirle a ese personaje ficticio que le ayuda con sus memorias. Y aunque está feo, yo lo entiendo: hacer caso omiso de la parienta es un lujo que él podía permitirse. Si no es una, pues mira, la otra... A los demás, sin embargo, por poner un ejemplo, nos llega a caer en suerte Paulette Goddard y ya no hubiéramos conocido otra dedicación. Cuando se es muy rico, un décimo del Gordo no te aporta nada sustancial.



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Feud: Capote vs. The Swans

🌟🌟🌟🌟 


Me fascina la vida de los ricos. Y de las ricas. Para ver la vida de los pobres ya tengo la realidad tras las ventanas. Y la mía propia. Durante veintidós horas al día -porque mis sueños también son de pobretón- vivo rodeado de asalariados como yo, de pensionistas, de gente que busca trabajo bajo las piedras. Somos la mierda cantante y danzante del mundo. Cuando enciendo la tele para olvidarme de que existo -y de que existimos- prefiero ver a esa gentuza en sus restaurantes de lujo, en sus mansiones de ensueño. 

Una vez, en Mallorca, nos dejaron entrar en un campo de golf a tomar unas cañas. Hasta las ocho de la tarde la entrada era libre, pero yo no lo sabía. A partir de esa hora, el club se transforma en un castillo señorial y unas señoritas muy educadas -y muy guapas- vienen a recordarte que eres Cenicienta bajo el hechizo. En aquella terraza con vistas al mar, rodeado de alemanes con dinero, de mallorquines de otra raza, de escandinavas que nunca caminan por las calles, yo me sentía parte de los elegidos, transformado de pronto en un enemigo de clase más encarnizado todavía: uno que jamás consentiría que gente como nosotros, con ropas del Carrefour y alpargatas desgastadas, se sentara a nuestro lado a birrear. Aquellos fue la tentación del demonio, mis dos segundos de duda en el desierto. Lo superé, pero me dejó huella. A veces pienso que mi fascinación por los ricos es el deseo subliminal de convertirme en uno de ellos: el cuento del patito feo que en realidad era un cisne alegre y desafiante.

Me pregunto si no era eso lo que buscaba Truman Capote cortejando a los cisnes de la jet set. A esas arpías racistas y clasistas. A esa gentuza. No vivir entre ellas, sino ser como ellas. Pasta no le faltaba, a don Truman, pero hablamos de otra cosa: de la elegancia que da el no trabajar. Ese mínimo desgaste de los nervios y de los órganos vitales que constituye la verdadera aristocracia, y que en los cisnes de Capote no era heredada, sino trabajada en la cama de sus maridos.

La serie no aclara gran cosa sobre el asunto. Respecto a sus cisnes, Capote parece una pura contradicción: ¿las amaba, las odiaba, simplemente las espiaba como un topo de John le Carré?





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Cotton Club

🌟🌟🌟🌟

Tenía doce años cuando vi por primera vez Cotton Club. Recuerdo que fue en León, en el cine Abella, que era propiedad de la empresa Fernández Arango donde mi padre trabajaba. Los empleados recibían un sueldo de miseria, pero disponían de pases gratis que podían regalar a familiares y conocidos. Los pocos amigos que hice en la infancia los conseguí gracias a estos pases gratuitos, que además eran dobles. Otros tenían piscinas, vídeos VHS, balones de reglamento... Más tarde, en la época de las chavalas, ninguna de ellas quiso acompañarme. Mis cinefilias eran extrañas; mi conversación, lamentable; mi apariencia, de gilipollas. Pero nada de eso era innegociable. Yo lo hubiese cambiado todo por un beso. Hasta de nombre me hubiese cambiado, si ella me lo hubiese pedido. Treinta años después seguimos igual, pero ya sin empresa Fernández Arango, sin cines de León, sin invitaciones dobles que compartir. Sin chicas guapas a las que camelar. Sin padre.



M amigos y yo flipábamos con Cotton Club porque habíamos visto los afiches en las vitrinas de Próximos Estrenos, y allí salían gángsters del sombrero borsalino repartiendo tiros a mansalva desde los coches Ford. Éramos muy jóvenes para saber quién era Francis Ford Coppola. Si nos hubiesen preguntado en aquel momento, hubiésemos respondido que el inventor de los coches, seguramente. Nada sabíamos de El Padrino ni de Apocalypse Now. Nos interesaba la película porque se veían tiros y muertos, escorzos y metralletas. Éramos así de primarios y de salvajes. Luego nos llevamos un chasco morrocotudo: Cotton Club era un musical de los locos años 20, con tipos bailando el claqué, orquestas de jazz alocadas y cantantes negras desgañitándose las cuerdas vocales. Y entre canción y canción algún tiro, algún taco, muchos besos entre la pareja protagonista. Nuestra decepción fue absoluta. Los afiches nos habían engañado por completo. Fue, quizá, nuestra primera experiencia de consumidores estafados. Éramos tan que ni siquiera salimos del cine enamorados de Diane Lane, que vista ahora, con estos ojos de viejo verde, es una de las mujeres más hermosas que uno recuerda. Ni un estremecimiento del escroto lampiño sacamos de aquella tarde amarga. Creo que luego nos fuimos al videoclub, a alquilar una de Chuck Norris, para matar el gusanillo. 




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