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Landman. Temporada 1

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“Landman” es una fantasía masculina de las que ya casi no se ven por televisión. Un extraño paréntesis en las ficciones, ahora que las plataformas -las digitales, digo, no las petrolíferas- han decidido apostar por las fantasías femeninas porque así lo dicta el algoritmo y se quitan de encima los problemas. Yo habría pagado, no sé, cien dólares, por ver "Landman" junto a Leticia Dolera y conocer su opinión siempre estreñida y combativa. 

“Landman” es irregular, a veces brillante y a veces ridícula hasta el pasmo,  pero tiene el sabor de los viejos tiempos de la tele, un poco al estilo "Dallas", o "Dinastía", muy rancio todo pero la mar de entretenido. Con ella ha regresado el viejo patriarcado que lleva sombrero texano y espuelas en los zapatos. “Landman” es un placer culpable. Muy culpable, diría yo, que me lo he pasado como un enano siguiendo las andanzas de Billy Bob Thornton por el desierto, ese "señor Lobo" que se pasa la vida lidiando con los jefazos, con los empleados, con los abogados, con los narcos de la frontera, con la exmujer super sexy y la idiota supina de su hija. Y con un hijo indefinible que vive a medio camino entre la bonhomía y la tontuna.

“Landman” es un anuncio de Marlboro de diez horas de duración que han rodado en las tierras petrolíferas de Texas, allí donde solo sobreviven los anglosajones sin escrúpulos y los machos mexicanos con dos pelotas como dos todoterrenos contaminantes. Y donde solo se reproducen, al parecer, las tías más buenas de cada casa, todas sacadas como de un catálogo de fantasía: rubias de caerte para atrás y morenas de caerte para delante. Y una abogada de pelo castaño que es la mujer más guapa en varios estados a la redonda... Ella, Rebecca, la tiburona de los despachos, es la única concesión de Taylor Sheridan a las mujeres empoderadas que viven tan felices con su Satisfier y sólo necesitan a los hombres para celebrar que han ganado miles de dólares firmando un acuerdo cojonudo. 



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La sustancia

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Yo también he probado la sustancia. Soy uno más de sus muchos damnificados. Todo empezó con una mujer que surgió del Tinder más inaccesible, allí donde sólo se escucha el eco de tus propias solicitudes. Para mi sorpresa hicimos match, se dijo interesada por mis huesos y lo primero que pensé es que se trataba de una broma. O de un boot lanzado desde Moscú. O, como sucede casi siempre, de una prostituta que te pide dinero en la tercera línea de diálogo y luego desaparece tras denunciarla.

Pero esta mujer -altísima, rubísima, con un cuerpo de escándalo para los cuarenta y muchos que declaraba- se quedó a vivir en mi teléfono, acampada durante días para insistir en la veracidad de su interés.

En la primera cita descubrí -no sin sorpresa- que ella era tan atractiva como salía en las fotografías. Algo no cuadraba. Pero hubo sexo del bueno y palabras que empezaron a cuajar... Yo medio me lo creía y medio no. Max, mi antropoide interior, se lo estaba pasando pipa y yo no quería aguarle la fiesta de pijamas. Una mujer así sólo nos iba a suceder una vez en la vida, y además ella decía que yo le gustaba por mi intelecto.

Un fin de semana la noté rara. Distante. “Estoy decepcionada contigo”, me dijo. Empezó a echarme en cara que no me perfumaba lo suficiente, que no me gastaba en ropa el dinero necesario. Que con un afeitado y una ducha diaria no bastaba para estar presentable. Me dijo, finalmente, olvidada ya mi belleza interior, que si quería permanecer a su lado yo tenía que tomar... la sustancia. De lunes a viernes podía ir de andrajoso por la vida, pero el fin de semana, antes de que ella llegara de su tierra, yo tenía que ponerme la inyección para ser otro y alcanzar a su lado todos mis sueños del amor.

De lunes a viernes, el funcionario Rodríguez; de sábado a domingo, Pier Luigi Fuckerini.

Durante un año yo también viví duplicado y al mismo tiempo partido por la mitad. Álvaro desconfiaba de Pier Luigi y Pier Luigi me tomaba por un imbécil integral. Se odiaban. Sufrí. Me dije de todo. Aguanté todo lo que pude. Tardé mucho en ponerme la inyección anulatoria, pero al final me salvé. Otros tuvieron menos suerte. Y me quedé solo, claro.



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Feud: Capote vs. The Swans

🌟🌟🌟🌟 


Me fascina la vida de los ricos. Y de las ricas. Para ver la vida de los pobres ya tengo la realidad tras las ventanas. Y la mía propia. Durante veintidós horas al día -porque mis sueños también son de pobretón- vivo rodeado de asalariados como yo, de pensionistas, de gente que busca trabajo bajo las piedras. Somos la mierda cantante y danzante del mundo. Cuando enciendo la tele para olvidarme de que existo -y de que existimos- prefiero ver a esa gentuza en sus restaurantes de lujo, en sus mansiones de ensueño. 

Una vez, en Mallorca, nos dejaron entrar en un campo de golf a tomar unas cañas. Hasta las ocho de la tarde la entrada era libre, pero yo no lo sabía. A partir de esa hora, el club se transforma en un castillo señorial y unas señoritas muy educadas -y muy guapas- vienen a recordarte que eres Cenicienta bajo el hechizo. En aquella terraza con vistas al mar, rodeado de alemanes con dinero, de mallorquines de otra raza, de escandinavas que nunca caminan por las calles, yo me sentía parte de los elegidos, transformado de pronto en un enemigo de clase más encarnizado todavía: uno que jamás consentiría que gente como nosotros, con ropas del Carrefour y alpargatas desgastadas, se sentara a nuestro lado a birrear. Aquellos fue la tentación del demonio, mis dos segundos de duda en el desierto. Lo superé, pero me dejó huella. A veces pienso que mi fascinación por los ricos es el deseo subliminal de convertirme en uno de ellos: el cuento del patito feo que en realidad era un cisne alegre y desafiante.

Me pregunto si no era eso lo que buscaba Truman Capote cortejando a los cisnes de la jet set. A esas arpías racistas y clasistas. A esa gentuza. No vivir entre ellas, sino ser como ellas. Pasta no le faltaba, a don Truman, pero hablamos de otra cosa: de la elegancia que da el no trabajar. Ese mínimo desgaste de los nervios y de los órganos vitales que constituye la verdadera aristocracia, y que en los cisnes de Capote no era heredada, sino trabajada en la cama de sus maridos.

La serie no aclara gran cosa sobre el asunto. Respecto a sus cisnes, Capote parece una pura contradicción: ¿las amaba, las odiaba, simplemente las espiaba como un topo de John le Carré?





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Algunos hombres buenos

🌟🌟🌟🌟


No sé a qué viene tanto escándalo, la verdad, porque nosotros nos pasábamos la vida aplicando códigos rojos en el colegio. Y no: tampoco venían en ningún libro de texto, ni en un reglamento de régimen de interior, como quería demostrar Kevin Bacon en el juicio, que hay que ser gilipollas de remate, el jodido Footloose...  

El código rojo estaba en el aire, en el derecho consuetudinario de los patios. Se venía aplicando desde tiempo inmemorial, desde la época de los romanos, supongo, cuyo colegio estaba bajo el nuestro, a diez o quince metros de excavaciones. Nosotros no lo llamábamos “código rojo”, ni de ninguna manera; no teníamos un nombre para definir el castigo colectivo que se aplicaba sobre un tontolaba que perjudicaba la marcha del grupo. Ese tolili que cuando el profesor decía: “Al próximo que se ría, castigo general”, se reía; ese mentecato que cuando la seño decía: “Si vuelvo a oír el chirrido de una silla, no salimos hasta las seis”, movía la silla porque le quemaba el culo en el asiento, o simplemente por joder, porque era tonto de remate, o ya hacía prácticas para la sociopatía política en el PP. Ese mamonazo que cuando el director entraba en clase y todos nos poníamos de pie, él se quedaba sentado, perdido en Babia, o en la Inopia, o mirando a las apabardas, y entonces, cuando el director terminaba de comunicarnos lo importantísimo que venía a decirnos, le decía bien alto al tutor o a la tutora: “Que me escriban cien veces, TODOS, por culpa de aquel señorito -y le señalaba con un golpe de mentón- “Debo levantarme cuando el señor director entra en mi aula porque así son los caballeros maristas, gente educada y respetuosa”, y nosotros, hasta que el dire salía por la puerta, conteníamos el gesto, pero cuando se perdía por el pasillo mirábamos al chiquilicuatre con cara de odio apenas contenido.

Luego, en el recreo, nos reuníamos en corrillos, y nos cagábamos en sus muertos, y decíamos: “Éste se va a enterar...”, y le aplicábamos el código rojo de no dejarle jugar el partidillo, de impedirle cambiar los cromos, de no chivarle nada en el próximo examen en el que se viera apurado. Sí, yo también ordené algún código rojo en mi mocedad, como el coronel Jessep en la película.





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