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Todo por un sueño

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Cuatro años antes de que Letizia Ortiz presentara los informativos nocturnos en CNN+, Suzanne Stone, también muy rubia y muy desenvuelta, con aspiraciones igual de elevadas en la vida, presentaba la información del tiempo en una cadena local de New Hampshire. 

Es más: cuando Suzanne Stone, la mala de la película, perora ante la cámara guarda un parecido físico más que razonable con doña Letizia. Al menos a mí me lo parece. Las dos, además, esconden un ego desmedido que las convierte en unas trepas de cuidado. La diferencia es que una perdió la vida en el intento y otra llegó a ser reina consorte de Todas las Españas. Por un lado, el destino trágico; por otro, la unidad de destino en lo universal. 

Suzanne y Letizia desarrollaron sus carreras en los viejos tiempos del heteropatriarcado, así que no tuvieron más remedio que acostarse con un hombre para alcanzar sus objetivos. Pero claro: menuda diferencia entre el tarugo del instituto americano y el príncipe europeo que estaba de holganza frente a la tele. Como de comer a mirar. Uno medio lelo y con el labio partido y el otro capitán de los Ejércitos y como importado de Noruega. 

También es verdad que Suzanne era medio boba y alicorta, mientras que Letizia, según cuentan las crónicas de palacio, es una inteligencia desgrasada que deja patidifusos a los periodistas, y a decir de las marujas que siguen sus andanzas, una madraza como pocas, preocupada todo el día por el futuro incierto de las infantas.

 “Todo por un sueño” es un título que vale para resumir la vida de Suzanne Stone y también la de nuestra reina consorte. Las dos son mujeres decididas que lo dejaron todo por un sueño. Después de asesinar al lerdo de su marido, Suzanne Stone se dejó literalmente la vida por ascender en su profesión; Letizia, por su parte, para ascender en la pirámide social y clavarse la punta en el susodicho, se dejó por el camino los valores republicanos y los viejos juramentos de pertenencia al populacho.





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Feud: Capote vs. The Swans

🌟🌟🌟🌟 


Me fascina la vida de los ricos. Y de las ricas. Para ver la vida de los pobres ya tengo la realidad tras las ventanas. Y la mía propia. Durante veintidós horas al día -porque mis sueños también son de pobretón- vivo rodeado de asalariados como yo, de pensionistas, de gente que busca trabajo bajo las piedras. Somos la mierda cantante y danzante del mundo. Cuando enciendo la tele para olvidarme de que existo -y de que existimos- prefiero ver a esa gentuza en sus restaurantes de lujo, en sus mansiones de ensueño. 

Una vez, en Mallorca, nos dejaron entrar en un campo de golf a tomar unas cañas. Hasta las ocho de la tarde la entrada era libre, pero yo no lo sabía. A partir de esa hora, el club se transforma en un castillo señorial y unas señoritas muy educadas -y muy guapas- vienen a recordarte que eres Cenicienta bajo el hechizo. En aquella terraza con vistas al mar, rodeado de alemanes con dinero, de mallorquines de otra raza, de escandinavas que nunca caminan por las calles, yo me sentía parte de los elegidos, transformado de pronto en un enemigo de clase más encarnizado todavía: uno que jamás consentiría que gente como nosotros, con ropas del Carrefour y alpargatas desgastadas, se sentara a nuestro lado a birrear. Aquellos fue la tentación del demonio, mis dos segundos de duda en el desierto. Lo superé, pero me dejó huella. A veces pienso que mi fascinación por los ricos es el deseo subliminal de convertirme en uno de ellos: el cuento del patito feo que en realidad era un cisne alegre y desafiante.

Me pregunto si no era eso lo que buscaba Truman Capote cortejando a los cisnes de la jet set. A esas arpías racistas y clasistas. A esa gentuza. No vivir entre ellas, sino ser como ellas. Pasta no le faltaba, a don Truman, pero hablamos de otra cosa: de la elegancia que da el no trabajar. Ese mínimo desgaste de los nervios y de los órganos vitales que constituye la verdadera aristocracia, y que en los cisnes de Capote no era heredada, sino trabajada en la cama de sus maridos.

La serie no aclara gran cosa sobre el asunto. Respecto a sus cisnes, Capote parece una pura contradicción: ¿las amaba, las odiaba, simplemente las espiaba como un topo de John le Carré?





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Mi nombre es Harvey Milk

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Hace unos cuantos meses, en una entrevista para la televisión que iba para rutinaria y terminó fabricando la bomba informativa -que decía el Butano-, Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, contó que de joven había tenido relaciones sentimentales con alguna mujer. Yo, que por una rara coincidencia no estaba viendo el fútbol, ni la película del día, asistí en directo a lo que parecía ser una polémica declaración que iba a traer cola en las cavernas más cavernícolas. Me dio la impresión, en ese mismo momento -o tal vez sólo lo imaginé- de que Ada Colau se había tirado un poco a la piscina; de que quizá se dejó llevar por las malas artes de su entrevistador y de pronto, como salida de un trance de debilidad, de desnudo del alma, se sonrojaba y se revolvía algo incómoda en su butaca. Quizá pensó que había ido demasiado lejos en el juego de las confesiones íntimas, o temió, de repente, haber perdido apoyos entre unos votantes que quizá no fueran unánimes en cuanto a la aceptación de su bisexualidad.


    A la mañana siguiente, que era domingo, día del Señor, la prensa conservadora -o sea, la prensa- se hizo eco de sus confesiones fuera del confesionario. Los francotiradores del ejército nacional le dijeron de todo, por supuesto, a la alcaldesa: que era una política ladina, tramposa, de maquiavélica para arriba, que había aprovechado un horario de máxima audiencia para conquistar un puñado de votos entre los maricones y los simpatizantes de la mariconería. Ellos, los hijos de puta, escribían que mientras España se rompía precisamente por la frontera de Cataluña, Ada Colau, en un acto de frivolidad, de exhibicionismo sentimental, nos contaba sus escarceos universitarios para conquistar las simpatías de la progresía. Una argucia electoral impropia de estos tiempos convulsos en los que el Imperio vuelve a resquebrajarse, y el patrimonio de los Borbones amenaza con reducirse. 

    Los columnistas de la nomenklatura hicieron el ridículo, como siempre, y abonaron los surcos del pensamiento con su mierda habitual. Pero ninguno se atrevió a poner en cuestión el derecho de la alcaldesa a ser bisexual. Nadie objetó que eso fuera impedimento para el desempeño de su cargo. Puede que alguno lo pensara, pero no se atrevió a escribirlo. Sólo cuatro desnortados como Ana Botella -la Anita Bryant del barrio de Salamanca- podrían aplaudir alguna parida carpetovetónica de ese tenor. Los tiempos de ostracismo que sufrió Harvey Milk ya (casi) han sido superados.


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Tierra prometida

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La versión española de Tierra prometida tiene lugar en un secarral donde los ingenieros de Repsol encuentran, en el subsuelo, una reserva de gas natural de la hostia. A Villaliebres de la Sierra llegaría un Matt Damon moreno, repeinado de gomina, un gilipollas de Nuevas Generaciones que realiza sus primeros trabajos de ejecutivo agresivo en la España neoliberal. ¿Su misión?: convencer a cuatro paletos de vender sus garbanzales  a cambio de un buen fajo de millones, para que las perforadoras de la empresa hagan  fracking y encuentren las reservas energéticas que nos librarán de la servidumbre de los moros. 

Esta película que yo imagino duraría poco más de diez minutos, justo lo que tardarían los parroquianos del bar en sellar el acuerdo con el ejecutivo, él con sus manos callosas de jugar al pádel y ellos con las zarpas brutales de sostener el azadón. Tal vez Nemesio o Belarmino pusieran algún reparo a la transacción, allá en la mesa donde dormitan la siesta, pero el pueblo unido les haría callar rápidamente. ¿Quién no iba a cambiar el páramo, el tractor, la casa de adobe, por los millones muy frescos que ofrece el chico sonriente de las gafas de sol ? ¿A quién coño le iba a importar un riesgo medioambiental en Villaliebres de la Sierra, si en cincuenta kilómetros a la redonda apenas queda gente? Y apenas liebres, además. No habría caso, ni película como tal. Ningún espectador iba a sentir pena cuando un escape de gas arruinara un paisaje ya arruinado de por sí.


Tierra prometida, en cambio, la película de Gus van Sant, dura dos horas y pico porque los paletos a los que Matt Damon y su compañera tratan de convencer viven en un idílico pueblo de las montañas de Pensilvania. Un rincón encantador donde todo es verde y la gente es joven y animosa. En mi hipotética Villaliebres ya no hay colegio, ni campo de fútbol, ni consulta de atención primaria. Los mismos correligionarios del ejecutivo agresivo se encargaron de arruinarlos con los recortes. Vivían por encima de sus posibilidades, les aseguraron en la última campaña electoral. En el pueblo de Pensilvania, en cambio, tienen un centro comercial, un pabellón deportivo, un colegio recién pintado.  En la película americana, aunque sea aburrida de narices, uno toma partido por los que no quieren vender sus posesiones, y la tensión dramática te va llevando hasta el final aunque bosteces. Hay un edén en juego. En el remake hispánico, cuando lo hagan, nos va a importar un pimiento el desenlace. Pero a lo mejor nos reímos más, quién sabe.




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