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Borgen: Reino, poder y gloria

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Algo huele a podrido en Dinamarca. Y esta vez no son los cadáveres de Hamlet. Ni siquiera las aguas residuales del puerto de Copenhague, porque allí las depuran cuatro veces al día y pueden comerse huevos fritos sobre las olas. Lo que huele mal, como en casi todos los sitios, es el mundo de los políticos y los periodistas, que diez años después de "Borgen" ya se parece demasiado al trapicheo de los bárbaros mediterráneos. Y si en Dinamarca huele a podrido, es que aquí estamos de mierda hasta las cejas cuando pensábamos que simplemente chapoteábamos con los pies.

Nos quedaba una heroína de la honradez, Birgitte Nyborg, que en esta cuarta temporada aparece en el gobierno danés como ministra de Asuntos Exteriores. Pero la mirada de Birgitte ya no es la misma. Ni siquiera su sonrisa. Algo ha cambiado en ella y no ha sido para bien. Birgitte tiene ahora 53 años y vive sola en su casa de Copenhague. Sus dos polluelos volaron del nido y su exmarido sexy ya no amenaza con regresar. Y los amantes casuales, a su edad, ya serían más bien un lastre que una solución de convivencia. A partir de cierta edad ya no hay polvo comparable a dormir ocho horas seguidas en una cama sin compartir.

Pero Birgitte, curiosamente, en la flor otoñal de su vida, está muy lejos de alcanzar la paz del espíritu. Ahora que todo le sonríe de pronto se ha vuelto mezquina y retorcida. Birgitte ha caído en el lado oscuro de la Fuerza, que también tiene sucursales en Dinamarca. Si antes le importaba el bien común -esa especie protegida que sólo vive en latitudes muy próximas al Polo Norte- Birgitte ahora sólo mira por el bien de su carrera política. Birgitte se ha vuelto... española, o italiana, y sería capaz de vender a su madre para que no la quiten de su puesto.

Anonadados por la sorpresa, los espectadores tardaremos varios episodios en comprender que Birgitte no se ha vuelto mala del todo y que todavía hay lugar para la esperanza. Sucedía, simplemente, que se aburría mucho en casa.Ya lo dijo el poeta Heine: todos los males del mundo empiezan porque la gente no sabe entretenerse dentro de su hogar.




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La impaciencia del corazón

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En lugar de enseñar tantas tonterías en el colegio -el análisis sintáctico de las oraciones, o los afluentes por la derecha del río Tajo- habría que introducir una asignatura que se llamara “Aprender a decir no”. Porque eso sí que es útil para la vida. También lo sería una asignatura que enseñara a los chavales los rudimentos de la economía, pero no una como quieren los empresarios y los emprendedores, que trataría básicamente de cómo ganar dinero engañando a los demás, sino justamente la contraria: una sabiduría básica que desvelara las trampas perversas del capitalismo, sus mecanismos y su germanía.

En esa otra asignatura que yo proponía –y que podríamos llamar, más académicamente, “Asertividad”- la muchachada aprendería a tener opiniones resueltas y a no dejarse mangonear por sentimientos inducidos. La RAE define asertividad como la habilidad que permite a las personas expresar de la manera adecuada, sin hostilidad ni agresividad, sus emociones frente a otra persona. O sea: un sí es sí, o un no es no, según la circunstancia. Y aunque es cierto que la asertividad depende en gran parte del carácter, y que a quien Dios se la dio San Pedro se la bendice, no estaría de más, para los tímidos sin remedio, para los que hemos jodido nuestra vida a base de callar lo que pensábamos y luego soltarlo en una erupción verbal, no estaría de más, digo, aprender algunos trucos que también enseñan en las clases de retórica: el control del plexo solar, la mirada fijada en un punto, el uso de muletillas verbales que nos guíen por el recto sendero de nuestra verdad.

Al teniente Anton, en la pelicula, también le hubiera venido de puta madre ser asertivo en sus relaciones con Edith, la hija del barón. Decirle que bueno, que sí, que es una mujer muy guapa, pero que su parálisis en las piernas la convierte en un partido improcedente para alguien que tiene que presumir de hombría ante los soldados de su tropa. Pero claro: si se lo hubiera dicho en la primera escenanos habríamos quedado sin melodrama. Y sin los minutos de metraje de Clara Rosager, que si el teniente Anton no la quería, pues mira, pa’ mí. 




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