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La sustancia

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Yo también he probado la sustancia. Soy uno más de sus muchos damnificados. Todo empezó con una mujer que surgió del Tinder más inaccesible, allí donde sólo se escucha el eco de tus propias solicitudes. Para mi sorpresa hicimos match, se dijo interesada por mis huesos y lo primero que pensé es que se trataba de una broma. O de un boot lanzado desde Moscú. O, como sucede casi siempre, de una prostituta que te pide dinero en la tercera línea de diálogo y luego desaparece tras denunciarla.

Pero esta mujer -altísima, rubísima, con un cuerpo de escándalo para los cuarenta y muchos que declaraba- se quedó a vivir en mi teléfono, acampada durante días para insistir en la veracidad de su interés.

En la primera cita descubrí -no sin sorpresa- que ella era tan atractiva como salía en las fotografías. Algo no cuadraba. Pero hubo sexo del bueno y palabras que empezaron a cuajar... Yo medio me lo creía y medio no. Max, mi antropoide interior, se lo estaba pasando pipa y yo no quería aguarle la fiesta de pijamas. Una mujer así sólo nos iba a suceder una vez en la vida, y además ella decía que yo le gustaba por mi intelecto.

Un fin de semana la noté rara. Distante. “Estoy decepcionada contigo”, me dijo. Empezó a echarme en cara que no me perfumaba lo suficiente, que no me gastaba en ropa el dinero necesario. Que con un afeitado y una ducha diaria no bastaba para estar presentable. Me dijo, finalmente, olvidada ya mi belleza interior, que si quería permanecer a su lado yo tenía que tomar... la sustancia. De lunes a viernes podía ir de andrajoso por la vida, pero el fin de semana, antes de que ella llegara de su tierra, yo tenía que ponerme la inyección para ser otro y alcanzar a su lado todos mis sueños del amor.

De lunes a viernes, el funcionario Rodríguez; de sábado a domingo, Pier Luigi Fuckerini.

Durante un año yo también viví duplicado y al mismo tiempo partido por la mitad. Álvaro desconfiaba de Pier Luigi y Pier Luigi me tomaba por un imbécil integral. Se odiaban. Sufrí. Me dije de todo. Aguanté todo lo que pude. Tardé mucho en ponerme la inyección anulatoria, pero al final me salvé. Otros tuvieron menos suerte. Y me quedé solo, claro.



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Dos chicas a la fuga

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Ahora mismo, la comidilla entre la cinefilia más gafapasta es que el hermano listo de los Coen era finalmente Joel, y no Ethan, porque Ethan es el perpetrador de esta comedia sin gracia ni sustancia. “Dos chicas a la fuga” es una road movie al estilo Cohen que podría haber sido, qué sé yo, una de los hermanos Calatrava, o de los hermanos Cadaval, buscándole un dildo a Omaíta. Incluso las películas de los hermanos Farrelly, tan averiadas e imperfectas, tenían más chicha y argumentos para provocar.

También es verdad, como decía Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y yo estoy por subrayar estas palabras juiciosas del maestro malacitano. Prefiero pensar que lo de Ethan Coen, en comandita con su señora, coescritora del guion y cómplice de sus soplapolleces, ha sido una tontuna pasajera y un divertimento casi familiar, de domingo por la tarde mientras llovía tras la ventana. Me niego a creer que Ethan Coen sea un mentecato permanente, el hermano tonto que siempre apareció junto al hermano listo en los títulos de crédito para que nadie pudiera distinguirlos. De hecho, en nuestra monarquía, tuvimos -y seguimos teniendo- una infanta de España que por mucho que apareciera junto a su hermana en los actos oficiales no tenía disimulo posible. Hay veces que ir con el listo -como cuando vas con el guapo- no sirve de disimulo, sino de trágico contraste.

“Dos chicas a la fuga” sería una suprema estupidez y no una estupidez a secas si sus protagonistas no fueran dos lesbianas guerrilleras y una de ellas no llevara la belleza prestada por los genes de Margaret Qualley. Toda la gracia del asunto reside en que son dos mujeres echadas p’alante que llevan su condición sexual sin ningún tipo de complejos, adentrándose en el territorio enemigo de los estados republicanos. Corre el año 2024 y no acabo de entender dónde está la provocación o la reivindicación. Los convencidos de la tolerancia ya comparecemos convencidos ante la pantalla, y los que no, los fachas recalcitrantes, ya no tienen cura posible. 




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Pobres criaturas

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Dramatis personae:

Godwin Baster. Es el doctor Frankenstein de la trama. Pero él no quiere igualarse a Dios otorgando la vida. Él es ateo y pasa de esos rollos. Godwin ha creado a Bella Baxter para que le sirva de muñeca sexual, aunque luego no pueda tirársela porque además de ateo es impotente. Es un empeño muy raro. 

Bella Baxter. Es un monstruo en el sentido corpóreo de la palabra. Pero también en el sentido moral. ¿Es esto lo que las feministas -que están encantadas con la película y ya se ponen la foto de Bella por los perfiles- llaman una mujer empoderada? ¿Una IA andante incapaz de empatizar con los demás? ¿No se parece mucho a esos mismos hombres que salen criticados en la película porque solo piensan en follársela? No sé, serán cosas mías. 

Bella no engaña a nadie y hace lo que sale del coño con su coño. y eso está muy bien. Hay que ser muy troglodita para no entenderlo en el año 2024. A veces no sé a quién se dirigen estas reivindicaciones. Esos tipos a los que señala el dedo acusador están siempre en otro lado: en los bares, en los toros, en las carreras de coches... No ven películas, o solo las del Oeste, en 13 TV.

(Por cierto: yo tuve una novia muy parecida a Bella Baxter, también amoral y con furor uterino, aunque ella era más lista que el hambre que pasó).  

Duncan Wedderburn. Es el fucker de toda la vida. Sonrisa profidén, gestos galantes y una polla diamantina. Y mucha colonia varonil. El típico cabrón que te va a dejar por otra sin pensárselo dos veces. ¿Por qué?: pues porque es un fucker, nena. Son como tiburones sexuales: si se paran se ahogan. ¿De verdad que no lo veías venir? 

(También tuve otra novia que se enamora siempre de estos tipejos. No termina de aprender. O le va la marcha o carece de método científico. Conmigo se confundió, pero le puso remedio muy pronto).

Max McCandles. Es el típico panoli enamorado. Aguanta lo que le echen. “¿Qué te has metido a puta, cariño? No te preocupes: yo te apoyo”. Me recuerda mucho a mí. Es que además una vez me pasó algo parecido. Las feministas nos quieren así, como McCandles, pero luego te escupen no haberte comportado como un hombre. No hay dios que lo entienda. 



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La asistenta (Episodios 6-10)

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Hoy mismo, en el colegio, figuraban tres personas en la lista de ausencias. Tres sospechosas habituales. Digo sospechosas porque nuestro claustro está constituido mayoritariamente por mujeres. En los colegios con mayoría de hombres pasa tres cuartos de lo mismo. En realidad, pasa en cualquier sector laxo del funcionariado. Y nuestro centro es “laxo” de cojones, o de ovarios.

Una vez nos reprendieron desde las alturas vallisoletanas. Hubo toque de generala, actos de contrición, propósitos de enmienda... Nos pusimos muy circunspectos. Pero dio igual. Los hábitos están adquiridos, y los justificantes todo lo justifican. Y a los pocos meses volvimos a las andadas. Aquí nadie va al médico por la tarde, que se puede. Raro es el día que un pariente no necesita un acompañamiento: hay hijos con fiebre, madres impedidas, padres que se lían, hermanos que se deprimen... Todo esto se entiende (casi siempre). Pero llega el viernes o el lunes -siempre es el viernes o el lunes- y surge el asunto administrativo, la décima de fiebre, la avería del no sé qué. Los sindicatos se descuernan por conseguirnos los días de “asuntos propios”, y cuando los conseguimos, los empleamos en ir a las rebajas de El Corte Inglés mientras alguien hace nuestro trabajo. No es escaqueo, no es mentira: es obligatorio presentar un justificante sellado que indique la hora y el asunto. No hay trampa ni cartón. Pero hay algo que no es normal, que huele a deserción. Ya nadie recuerda el último día que vinimos todos a trabajar, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia.

Luego ves a esta pobre chica de “La asistenta”, jugándose el despido en cada fiebre de su hija, en cada percance de su coche, en cada putada de su ex, y piensas que en realidad gozamos de un privilegio socialista que costó décadas conquistar. Y quizá por eso me jode tanto que abusemos de él. Que lo pervirtamos. Es casi ofensivo ver un episodio de “La asistenta” y luego plantarte ante la lista de quienes no vienen a trabajar porque lo han convertido en abuso y tradición.





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La asistenta (Episodios 1-5)

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Supongo que los hombres nos lo tenemos bien merecido. Durante siglos, la literatura (porque películas no había) trató a las mujeres como hijas directas de Eva: frívolas, mentirosas, imprevisibles. La mujer era una tentación que nos alejaba de la virtud. El receptáculo de la vida, pero también la puerta del infierno. En los textos cristianos ellas eran siervas del demonio, cuando no el demonio mismo, disfrazado. La Edad Media las tachó de brujas, y el Renacimiento de menguadas. En la época victoriana las vistieron con un burka con enaguas. Hasta no hace mucho, los personajes femeninos se entregaban al histerismo o al pendoneo. Sólo pensaban en casarse y luego en traicionar al marido, acostándose con otro, o negándole el débito conyugal. Secundarias de la vida. Males necesarios. Un ser a medio camino entre el mono de Darwin y el superhombre de la evolución.

Ahora, sin embargo, en las ficciones de Netflix -y quien dice Netflix dice las tropecientas plataformas- somos los hombres los que parecemos regresar al árbol primigenio, a ratos con el teléfono móvil y a ratos con la cachiporra del australopiteco. Cejijuntos y peligrosos. Supongo que tenemos que pagar por todo aquello, insisto.

En “La asistenta” no hay hombres buenos. Ni uno solo. Bueno, sí, aquel chiquillo de Tinder que parecía más majo que las pesetas. Aunque a saber... El paisanaje es desolador. Ya dicen las ministras del ramo que “todos los hombres somos unos violadores en potencia”. Y aunque es científicamente cierto -porque “en potencia” se puede ser cualquier cosa- el discurso es rastrero y ofensivo. Pero ya digo: es lo que toca. Ya llegará el tiempo del equilibrio.

La expareja de Alex es un alcohólico con arrebatos; su padre, tres cuartos de lo mismo; el amante de su madre, un pichabrava. El amigo que le presta la furgo sólo busca acostarse con ella. El tipo de mantenimiento, un vago que le mira el culo de reojo. ¿El ricachón de la mansión?: un cabrón que deja a su mujer en el peor trance de su vida. Nadie se salva. El infierno son los demás, dijo Sartre, y resulta que en “La asistenta” casi todos son hombres. Y sólo llevamos cinco episodios...



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Érase una vez en... Hollywood

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¿Cuándo se jodió todo? Esa es la pregunta del millón. La que nos hacemos todos, a todas horas. La que se hace Quentin Tarantino en la película, hablando de su mundo. Cuándo se jodió el Hollywood de su infancia, el de las películas alegres y las tramas inocentes. El Hollywood al que llegaban los cineastas europeos como a nuestras playas llegaban las turistas de Suecia, y de pronto, gracias al aire fresco, y a las costumbres importadas, ya todo parecía otra cosa, un país menos paleto y menos obsesionado con la guerra.

Cuándo se jodieron los hippies, se pregunta Tarantino, que nacieron con una flor en la mano y un pétalo en la boca. Y el sexo como el arma definitiva para dirimir las disputas. El flower-power de los bonobos. La revolución verdadera, quizá, después del fracaso de las utopías europeas, que lo dejaron todo sembrado de cadáveres. Los hippies iban a traernos la concordia universal, la paz entre hermanos, la inacción al solete como forma de protesta. La marihuana y la sonrisa, el amor libre y los vestidos holgados. Hasta que un loco bajito -tan distinto a los que cantaba Serrat- se adueñó del negocio y convocó a cuatro jamados para celebrar un aquelarre sangriento en Cielo Drive, como en un juego de palabras. Quizá nada de esto hubiera sucedido si Sharon Tate y Roman Polanski hubieran vivido en la autopista al infierno que cantaban los AC/DC.

Cuándo se jodió todo, me pregunto yo también, en esta película que transcurre fuera del televisor. Cuándo se fue al carajo el mundo, y la vida, y la marcha triunfal del Madrid. Vayamos por partes. Se marchó CR y se terminaron los goles. Todo lo demás es literatura. ¿La vida? El destino está en el carácter, dijo el sabio griego. La perdición va inscrita en los genes. Cada uno la suya. Somos bombas de relojería. Nacemos con una cuenta atrás, y cuando la cuenta llega a cero, la cagamos. Nos puede el ansia, o el instinto, o la impaciencia, o la excesiva mansedumbre, y un día, de pronto, ya sólo nos queda el lamento y la nostalgia. 

¿Cuándo se cagó el mundo? Nunca, en realidad. Ya nació cagado, que es otra manera de decirlo. La humanidad no tiene remedio. El mono se bajó del árbol con el pie izquierdo en un error trascendental. El verdadero pecado original. Es ése del que habla la Biblia, pero de una manera muy enrevesada.




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Fosse/Verdon

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Cualquier otra mujer que no hubiera sido Gwen Verdon habría interpuesto varios maizales, y varios desiertos, y varias llanuras norteamericanas de esas tan vastas. O le hubiera malherido, de un sartenazo, o de un vaso lanzado a la cara, al descubrirle con la enésima muchacha en la cama. A Bob Fosse, digo, que fue un marido tan poco ejemplar. Un promiscuo tan poco arrepentido… Un coreógrafo de los bailes, sí, pero también un coreógrafo del sexo, donde también era muy creativo, y muy constante, otra maestría que aprendió en los escenarios de su juventud. 

    Si hacemos caso de lo que se cuenta en Fosse/Verdon, cada cásting para una película, o para una obra de Broadway, era una sucesión de polvos entre Bob Fosse y las candidatas a los papeles. El contrato con las bailarinas primero se firmaba en los dormitorios, y luego, si había aquiescencia y buen rollo, ya en los despachos. Hoy en día, gracias al movimiento #MeToo, Fosse no hubiera durado ni cuatro días en el negocio del espectáculo, pero los tiempos anteriores a los hermanos Wenstein eran eso, otros tiempos…

    La gran fortuna de Gwen Verdon es que no necesitaba a su esposo para seguir trabajando en lo suyo. Bailarina de prestigio y actriz solicitada, pudo prescindir de sus favores cuando comprendió que la infidelidad era irreversible: un rasgo de carácter, y una traición sin remedio. Sin embargo, separados en lo sexual, cada uno con su vida rehecha o desecha según el soplo de los vientos, Verdon y Fosse se mantuvieron unidos por un vínculo profesional y por una admiración mutua, y siguieron colaborando hasta el mismísimo final. I think I’m gonna die… Verdon colaboraba en las películas de Fosse, y Fosse colaboraba en los musicales de Verdon, y cuando hacía falta alguien de confianza que corrigiera los números, eliminara lo superfluo, aportara una idea fresca, no dudaban en llamarse por teléfono y presentarse para el rescate.

Fueron años de idas, de venidas, de polvos ocasionales para celebrar los viejos tiempos. Una hija en común, mucho cariño, viejas peleas... Amistad por encima de todo. De todo esto va Fosse/Verdon.




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