The Florida Project
Nosferatu
🌟🌟🌟🌟
La masturbación y el sexo fuera del matrimonio son pecados nauseabundos a ojos de la Iglesia. Incluso dentro del matrimonio es aconsejable tener mucho ojito con la concupiscencia. No todo vale ni es agradable a los ojos del Niño Jesús, que siempre está mirando cuando dos cuerpos se entrelazan. Jodido niño...
Ahora que las ciencias adelantan que es una barbaridad, los curas, cuando llega el momento de la maculada concepción. aconsejan colocarse en las partes pudendas un orgasmómetro que distinga el placer procedente del amor del placer procedente del egoísmo, pues ambos se confunden en el torbellino sexual y precipitan cristales muy dañinos para el alma.
Los curas llevan soltando estas zarandajas desde los tiempos de san Pedro Quintales y no parece que Prevost I vaya a cambiar el sonsonete. Veremos un papa comunista antes que un papa despendolado. La inquisición del placer es como una manía de neurasténicos, o de sepulcros blanqueados. En cualquier caso, un atentado contra la humanidad.
Este reboot de Nosferatu -llamado sin más imaginaciones “Nosferatu”- es en esto del sexo una película muy devota y recomendable para el espíritu. De terror sí, y con alguna teta descamisada, y por tanto no proyectable en las parroquias, pero sí muy grata a los ojos de los catequistas. Si algo queda claro en “Nosferatu” es que el sexo fuera del dogma es un reclamo para el diablo. El conde Orlock vivía tan tranquilo en su castillo hasta que la niña Ellen empezó a masturbarse y estableció con él una conexión que escaló las montañas y traspasó las fronteras. Ni siquiera casada como Dios manda ha podido renunciar a ese llamado del pecado. Esas cosas -están hartos de repetirlo- no les pasan a las niñas buenas.
La época victoriana, aunque inspirada en la mojigatería de los anglicanos, siempre ha sido un referente cultural para los otros intérpretes de Cristo: los católicos, y los ortodoxos, y los luteranos de la Europa civilizada, que siempre son los encargados de enfrentarse a Nosferatu cada vez que a alguien se le ocurre resucitar al personaje. Y todo ese trabajo por no querer pagar los derechos de la obra de Bram Stoker.
John Wick
🌟🌟🌟
Mi perrito Eddie vive ajeno a los mundos de la tele. A veces se queda con el morro orientado a la pantalla como si algún estímulo le llamara la atención -los brillos de la hierba, o los actores que se mueven- pero yo creo, más bien, porque al mismo tiempo eriza las orejas y pone el rabo a trabajar, que está más atento a la ventana que hay justo detrás del aparato, allí por donde a veces, a pesar del doble cristal, se filtran maullidos de gatos y estruendos de vendavales.
En ocasiones, a través de mis auriculares, se filtran ladridos de perros que aparecen en las ficciones, y entonces Eddie pega un respingo y se queda mirando no hacia el televisor, claro, pero tampoco hacia mis orejas, sino a un lugar intermedio que su pequeño cerebro, confundido entre la presencia del sonido pero la ausencia del olor, trata de escudriñar por si apareciera un tercer habitante en el salón.
La indiferencia de Eddie hacia la tele tiene, por supuesto, una explicación científica basada en el ramaje evolutivo, pero yo prefiero pensar que lo suyo es un desdén que surge de su propia voluntad: un desprecio de hippy que preferiría vivir en una cabaña de las montañas junto a un hombre de verdad parecido a Jeremiah Johnson.
Otras veces, como ayer por la noche, me gusta pensar que Eddie se pone en huelga de ojos porque ya está cansado de que todos los perros que aparecen en las películas sean carne de cañón y recurso facilón de guionistas carniceros. ¿Para qué empatizar con un amiguete al que tarde o temprano van a apalear los gamberros, envenenar las ex amantes o atropellar los borrachuzos? No le merece la pena y yo le entiendo perfectamente.
La noche pasada, por ejemplo, cuando apareció este perrete tan salado de “John Wick”, Eddie se dio media vuelta y ofreció su culo despreciativo a los guionistas previsibles. Yo tuve que haber hecho lo mismo -por lo del perrete, y por todo lo demás- pero me quedé paralizado e idiotizado al mismo tiempo. El ramaje evolutivo también explica esta fascinación por las ensaladas de tiros y de hostiazos, pero prefiero no indagar demasiado en la psique profunda y salvaje de los humanos.
Corazón salvaje
🌟🌟🌟🌟🌟
El mes pasado, en la revista de cine, los críticos hicieron una votación sobre David Lynch y eligieron “Mulholland Drive” como su película más incontestable. Somos muchos los que opinamos que así es. Nada que objetar.
Sin embargo, mi película preferida de David Lynch es “Corazón salvaje”. Parece contradictorio, pero no lo es. En mi cabeza ambas ideas coexisten con normalidad. Ante “Mulholland Drive” yo me quedo boquiabierto, perturbado, desafiado por enésima vez a interpretarla. Me fascina. Pero ante “Corazón salvaje” se me asalvaja el corazón y eso es un sentimiento que me eleva sobre la butaca. Me transforma y me pervierte. Y me divierto como un enano.
“Corazón salvaje” es imperfecta, desmadrada, pero yo camino feliz sobre el camino de baldosas amarillas. Viendo a Sailor y a Lula me convierto durante dos horas en el otro yo, el que nunca fui y ya nunca seré: el chulo insufrible que recorre las carreteras con la chica más cañón del ecosistema. Bajo estas gafas de empollón y este aire de jesuita involuntario siempre hubo alguien que quiso ser un gamberro admirado y un guaperas irresistible. Es mucho mejor sentirse deseado que respetado. Envidiado que saludado. Amado que querido. Parece una canción de Serrat, ya lo sé.
“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo dice Lula en un descanso poscoital y es la definición más exacta que he oído nunca sobre cómo somos los humanos. Todos defendemos lo nuestro con uñas y dientes y además somos raros de cojones... No hay nadie que se salve a poco que mires con atención o el tiempo suficiente. “Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”: lo tengo puesto como carta de presentación en mis mundos virtuales. Es al mismo tiempo un aviso y una constatación.
“Corazón salvaje” es una metáfora muy loca sobre la vida. Viene a decir que vivimos rodeados de perturbados y que conviene fugarse muy lejos con la chica de nuestros sueños. Poner tierra de por medio y disfrutar al máximo de una locura compartida. Y cuando ya estemos muy lejos, pararse a comprar, en una tienda del camino, una chaqueta molona que nos defina como individuos.
Pobres criaturas
🌟🌟🌟🌟
Dramatis personae:
Godwin Baster. Es el doctor Frankenstein de la trama. Pero él no quiere igualarse a Dios otorgando la vida. Él es ateo y pasa de esos rollos. Godwin ha creado a Bella Baxter para que le sirva de muñeca sexual, aunque luego no pueda tirársela porque además de ateo es impotente. Es un empeño muy raro.
Bella Baxter. Es un monstruo en el sentido corpóreo de la palabra. Pero también en el sentido moral. ¿Es esto lo que las feministas -que están encantadas con la película y ya se ponen la foto de Bella por los perfiles- llaman una mujer empoderada? ¿Una IA andante incapaz de empatizar con los demás? ¿No se parece mucho a esos mismos hombres que salen criticados en la película porque solo piensan en follársela? No sé, serán cosas mías.
Bella no engaña a nadie y hace lo que sale del coño con su coño. y eso está muy bien. Hay que ser muy troglodita para no entenderlo en el año 2024. A veces no sé a quién se dirigen estas reivindicaciones. Esos tipos a los que señala el dedo acusador están siempre en otro lado: en los bares, en los toros, en las carreras de coches... No ven películas, o solo las del Oeste, en 13 TV.
(Por cierto: yo tuve una novia muy parecida a Bella Baxter, también amoral y con furor uterino, aunque ella era más lista que el hambre que pasó).
Duncan Wedderburn. Es el fucker de toda la vida. Sonrisa profidén, gestos galantes y una polla diamantina. Y mucha colonia varonil. El típico cabrón que te va a dejar por otra sin pensárselo dos veces. ¿Por qué?: pues porque es un fucker, nena. Son como tiburones sexuales: si se paran se ahogan. ¿De verdad que no lo veías venir?
(También tuve otra novia que se enamora siempre de estos tipejos. No termina de aprender. O le va la marcha o carece de método científico. Conmigo se confundió, pero le puso remedio muy pronto).
Max McCandles. Es el típico panoli enamorado. Aguanta lo que le echen. “¿Qué te has metido a puta, cariño? No te preocupes: yo te apoyo”. Me recuerda mucho a mí. Es que además una vez me pasó algo parecido. Las feministas nos quieren así, como McCandles, pero luego te escupen no haberte comportado como un hombre. No hay dios que lo entienda.
El aviador
🌟🌟🌟🌟
La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.
A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes.
Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo.
La locura, como la muerte, nos iguala a todos.
El cazador de recompensas
🌟🌟🌟
No hace ni tres semanas que me despedí de la maravillosa señora Maisel con lágrimas en los ojos, y mira tú: gracias a Manitú acabo de reencontrarla en mitad de los desiertos que unen Estados Unidos con México, reencarnada en una mujer de armas tomar -literalmente- en la época del Far West.
Manitú y sus acólitos recogieron mis lágrimas para transustanciarlas en Rachel Brosnahan resucitada, lo que es sin duda un milagro más portentoso -y por supuesto más práctico- que aquel de convertir agua en vino en mitad del desierto palestino, donde el vino peleón solo te deja la lengua más raspada y sedienta.
Sucede, sin embargo, que a finales del siglo XIX ya casi no quedan indios en los territorios de Nuevo México colindantes con el México de toda la vida. El hombre blanco los ha diezmado -noventamado, sería un término más preciso- entre disparos y epidemias, así que ningún piel roja cabalga por los fotogramas de la película. Lo de Manitú y Rachel Brosnahan fue el último servicio del gran dios antes de retirarse a las praderas celestiales imposibles de colonizar. O ese piensa él, pobrecito...
En este Nuevo México donde un siglo después venderán su droga de diseño Walter White y los Pollos Hermanos, ya solo quedan gringos de gatillo fácil y mexicanos aturdidos por el solazo de la tarde. El tópico de los tópicos... Ni western crepuscular ni frijoles en vinagre: “El cazador de recompensas” es una del Oeste como Dios manda (el mismo Dios de las bodas de Caná, quiero decir). Una peli que dentro de un par de años pasarán en bucle por las sobremesas de 13 TV, para solaz de los fachosos que se imaginan duelos al sol contra los comunistas.
La última de Walter Hill va de pistoleros que sacan la pistola a una velocidad de vértigo cuando enfrentan al taimado truhán sin afeitar. Whisky y zarzaparrilla; Winchesters y Colts; fugitivos y bigotudos. “No nos gusta ver forasteros por aquí” y tal... Un bostezo de clichés. La película, de todos modos, es entretenida porque el reparto es descomunal, y porque sale la señora Maisel contando monólogos sobre su matrimonio desgraciado, aunque estos dan menos risa que los originales.
Desenfocado
🌟🌟🌟🌟
A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida -la sexual, digo- si en vez de pertenecer a la masa de los anónimos, de los nacidos a este lado del televisor, hubiera sido un hombre famoso y seductor: un actor, un futbolista, un presentador de chorradas en Tele 5. Un choni que hace petting en la penumbra bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Un concursante al que expulsan el primer día del Nosequé y luego pasean por los platós de la cadena.
Una gloria nacional, quiero decir. Un
guapete del star system como Bob Crane en “Desenfocado”, que mientras trabajaba en la radio vivió un matrimonio ejemplar de tres hijos, casa de ensueño y mujer que le
adoraba; pero que en cuanto protagonizó una serie de televisión empezó a caer
en cada tentación andante que le sonreía, lo mismo una rubia que una morena, una impechada
que una pechugona.
Es fácil decir que uno
cree en la monogamia -o al menos en la monogamia sucesiva- cuando nadie te pone
a prueba de verdad. Cuando la vida transcurre sobre una aburrida carretera que
no tiene áreas de descanso ni desvíos secundarios. El amor verdadero, para serlo, tiene que vencer
esas tentaciones apartándolas con ambas manos, como un explorador que se abre
paso por la selva. Si no hay esfuerzo no hay vanagloria. No hay nada de qué
presumir -la fidelidad, la integridad, todo ese rollo- si el diablillo no te
señala las tentaciones y tú haces como que no lo oyes, como que es un ser malvado
e imaginario. Los héroes del amor, como los héroes de acción, tienen
que superar varias pruebas para merecer la distinción.
Lo que le pasó a Bob
Crane fue, simplemente, que subió un escalón en la pirámide social. Que se hizo reconocible y empezó
a frecuentar los hoteles y la noche. Y subido a ese escalón pudo contemplar lo
que antes el muro le ocultaba: un jardín de las delicias donde el diablo ya no
da abasto con el tridente que señala y ofrece. Una perdición y una lujuria. Todo muy
humano, demasiado humano, como dijo el bigotón.
Aflicción
🌟🌟🌟
¿Somos hijos de la experiencia o de la herencia? El debate es eterno, de guerra de trincheras, y lo seguirá siendo hasta que la ciencia no publique una conclusión irrebatible.
Llevamos más
de un siglo haciendo experimentos con palomas y con seres humanos y los
teóricos del asunto siguen sin ponerse de acuerdo. Yo, por mi parte, aunque me
gano la vida aplicando las ciencias educativas, luego, en mi retiro espiritual,
en las catacumbas de mi biblioteca, milito en el ejército de los que creen que
somos pura herencia y puro gen. Máquinas predestinadas. Trenes que van por el
carrilito de su vía, en busca de su destino.
En mi teoría -minoritaria,
a contra corriente, puede que ni siquiera confesable- la educación sólo es un
pátina, y la experiencia poco más que una llovizna. Nada de lo que pasa nos
deconstruye por dentro. La sucesión de bases nitrogenadas que determina lo que
somos no se descabala por las cosas de la vida. Únicamente una mutación
aleatoria o una radiación ultravioleta pueden hacer que dejemos de ser quienes
somos. Cambiarnos de verdad. Venimos al mundo hechos de carne, pero esculpidos
en piedra.
La ira, por ejemplo... “Aflicción”
es una película que habla sobre la heredabilidad de la ira. Schrader no se posiciona,
pero abre el debate. Yo creo que está conmigo, pero claro: eso lo digo yo. En “Aflicción·,
los hermanos Whitehouse fueron maltratados por el mismo padre borracho e
iracundo, allá en las nieves de New Hampshire. Recibieron hostias como panes y
castigos como esclavos. Uno de ellos se largó y terminó siendo un
escritor de prestigio. Cuando aparece en la trama le rodea un halo de
mansedumbre. Es como si nada le hubiera calado. O quizá solo disimula.
Su hermano, en cambio,
más corto de alcance, y también más corto de entendederas, heredó la tendencia
a la chifladura momentánea, a la ida de olla ocasional. No parece un mal tipo,
el bueno de Walter, pero en fin: que se le va la mano. A veces se entrega a la dipsomanía.
A veces no mide. Es como una fotocopia desleída de su padre. ¿Tuvo mala
suerte en la lotería de los genes? ¿Una vida distinta pudo haberle rescatado?
Debates y debates...
Posibilidad de escape
🌟🌟🌟🌟
En las películas de Paul
Schrader nunca existe la posibilidad de escapar. Escapar de uno mismo y del
destino, se sobreentiende. El nombre de Schrader, en los títulos de crédito,
funciona como un spoiler que anuncia grandes penalidades. No es que adivines el
final en un alarde de clarividencia, pero ya sabes que todo va a terminar como
el Rosario de la Aurora. No hay personaje suyo que se salve; o yo, al menos, no
lo conozco. Todas sus criaturas nadan como salmones para remontar las
circunstancias pero mueren justo al llegar a la orilla, maldiciendo su suerte o
su propio carácter. Cagándose en las circunstancias o en las gentes que no le
ayudaron. Tanta pasión para nada, como decía Julio Llamazares.
Las películas de Paul
Schrader, aunque hablan de tipos pintorescos que se ven muy poco por la Meseta,
a no ser que hagan el Camino de Santiago o vengan a predicar la fe de los
mormones, son... como la vida misma. En el cine a veces triunfan los sueños de
colorines y los giros de la fortuna. Pero a este lado de las pantallas nadie
escapa a su propia profecía. Todo está en las Escrituras, como dijo el último
profeta, y en la primera aparición de Willem Dafoe ya sabes que este tipo
-aunque camine muy ufano por las aceras de Nueva York con su traje carísimo y
su bufandita de pijoleto- está condenado de antemano, atrapado en su destino
insoslayable. El tipo vende droga a clientes exclusivos, de barrio bueno, o de
hotel carísimo, y solo por encima de la planta 37 de los edificios. Menos de
eso, para el señor Dafoe y su socia Susan Sarandon, ya es clientela menor, purria
de Nueva York, adictos al crack y otras mierdas menores que ellos ni siquiera tocan.
Dafoe se lo monta dabuten.
Gana pasta, frecuenta garitos de moda y no parece faltarle la compañía
femenina. Pero su pasado, como el pasado de todos nosotros, le persigue. El
pasado nunca se queda atrás del todo: se queda ahí, haciendo la goma, como un
ciclista desfondado que sin embargo nunca desfallece. Por más que aceleres
siempre escuchas su torpe jadear. Y al llegar el descenso vuelve a pegarse a tu
rueda provocando un accidente de la hostia.
El hombre del norte
🌟🌟🌟🌟
Pues sí, queridos amigos,
y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por
otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que
en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de
la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las
civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro
escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur,
que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que
llegan a la hora.
Qué cambió, qué genes se
modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos
de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos
carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas.
Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde
ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los
asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de
pagar o de contratar.
Ay, los nórdicos... Confieso
que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la
socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El
capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo
color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello
rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y
todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez.
Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo
tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos
sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo
nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre
ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.
El contador de cartas
🌟🌟🌟
Si supiera contar cartas como
Dustin Hoffman en “Rain Man”, o como Oscar Isaac en “El contador de cartas”, yo
no estaría aquí, en La Pedanía, escribiendo las cosas de la cinefilia. Estaría de
rule por los grandes casinos del mundo, ganando dinero: el suficiente para que
no me denunciaran los crupieres y vivir modestamente en una casa junto al mar,
cuando llegara la temporada baja y me refugiara junto al amor. No escribiría
nada. Si acaso, ya de viejecito, unas memorias que sirvieran de guía para neófitos
y de nostalgia para veteranos.
Con mi escaso talento de
juntaletras, escribiría el relato de las muchas cosas que viví: los pelotazos y
los descalabros, los hotelazos y los hoteluchos. Aquella pelea en Nueva Orleans
y aquella noche triunfal en Montevideo. Hablaría de las mujeres que se
arrimaron por la pasta y de las que se arrimaron por el corazón. También de las
que se arrimaron por ambas cosas a la vez. Pero hablaría, sobre todo, de esa mujer
que me esperaría en los inviernos junto al acantilado, indiferente a la
cantidad de billetes que trajera en los bolsillos.
Yo sería, como cantaba
Joaquín Sabina, un comunista en Las Vegas. Cuando asomara la jeta el segurata, yo
gritaría ¡Viva el Che! y saldría camino del aeropuerto montado en mi bicicleta.
Sería la hostia, eso... Es, sin duda, una de mis vidas paralelas. La que ahora
mismo lleva otro Álvaro Rodríguez en uno de los multiversos. Un yo clónico, con
gafas y todo, pero decidido, viajero, con una memoria de elefante y una potra de sospechoso.
Es por eso que no pude resistir
la tentación de ver esta película. Además la dirige Paul Schrader, y eso
significa, para bien o para mal, que no vas a quedarte indiferente. Con Schrader,
la cosa siempre oscila entre un argumento retorcido y otro más retorcido
todavía. Y “El contador de cartas”, aunque empieza como una película de
casinos, sin más intríngulis que el juego y el engaño, termina siendo una cosa
demencial: un ajuste de cuentas entre dos fulanos torturados. Físicamente,
moralmente y diplomáticamente torturados, como diría Chiquito de la Calzada en
su número humorístico del Caesars Palace.
El callejón de las almas perdidas
🌟🌟🌟
“El callejón de las almas
perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que
transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero
hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta
que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo
mientras caminamos.
Se me ocurren un par de
directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y
deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale
trastabillada o desenamorada de los locales...
Uno de esos directores, por cierto, también es mexicano, González Iñárritu, que
cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande. Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no
transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra
manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su
sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero
soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro
sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.
Lo que viene a contar “El
callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la
América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio
a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la
hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento
para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine
familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo
machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el
argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El
palito y el caramelo.
Hoy, por ejemplo, ha
regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...
Arde Mississippi
🌟🌟🌟🌟
Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos
de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco
proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más
tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo
hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la
segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad
medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta
un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los
telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas.
Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que
pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un
profesional de la comedia, y ni aun así.
Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia.
Sabíamos de
sobra lo trascendente y lo repulsivo que
era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la
impresión que llevábamos encima.
Huérfanos de Brooklyn
Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello. En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.
Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.
El faro
Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.
Van Gogh, a las puertas de la eternidad
Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma. En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.
Al final no tuvo suerte...
El hombre más buscado
Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido.