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Gracias por fumar

🌟🌟🌟

Fumé mi primer -y único cigarrillo- a los 51 años. Lo tenía que haber hecho a los 15, como todo el mundo, pero el destino prefirió invertir el orden de las cifras. 

Siguiendo esa pauta, mi primer beso de amor verdadero llegará a los 61, y mi primera manifa en la Puerta del Sol a los 71. Echaré mi primer polvo en la playa a los 81 y abandonaré el marxismo-leninismo de la juventud a los 91, ya casi en el lecho de muerte y rodeado de los míos. Mi vida, de cumplirse esta inversión numérica, será un poco el curioso caso de Benjamin Button. 

Podría tirarme el rollo y decir que nunca fumé un cigarrillo -salvo aquella noche de vicios inconfesables- porque soy un hombre responsable que cuida mucho su salud. Pero no es verdad. Si así fuera, tampoco comería carne roja, ni queso cheddar, ni bebería un par de cervezas cuando quedo con el amigo. En ese mundo ideal del cuerpo sin oxidantes yo escogería los pimientos asados en vez de la cazuelita de callos cuando se acerca la camarera con la bandeja de las tapas.

No soy fumador porque nunca sentí la necesidad. Así de simple. Nunca tuve que sostener un cigarrillo en la boca para resultar más varonil y seductor. Son tantos mis defectos que una sola virtud no hubiera repercutido en el conjunto... Fue la inanidad, y no la responsabilidad, la que me alejó del tabaquismo. Existe un universo alternativo en el que yo soy un fumador empedernido -de tres paquetes diarios y además de marca americana- porque una mujer hermosa me ha preferido por ello a todos los demás. Porque ha deslizado en mí oído la turbia y humeante idea de que con un cigarrillo en la boca yo seré siempre el Humphrey Bogart de su corazón. Mi reino por un caballo. Mis pulmones sanos por otros henchidos de orgullo. 



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Prisioneros

🌟🌟🌟🌟🌟

Jorge Ponce, en La Resistencia, a veces propone un juego que es de mucha risa para quien aún tiene -como yo- una mente adolescente, apenas evolucionada en el tema escatológico. Se trata de mencionar títulos de películas que tienen que ver -metafóricamente, claro- con el acto de cagar, o con sus divertidas deposiciones, y ahora mismo, si cojo la lista de películas que tengo ordenadas en las estanterías, y empiezo a leer por la letra A como hacían nuestros profesores para sacarnos a la pizarra, me encuentro con Abajo el telón, Abre los ojos, Adiós muchachos…, que pueden encajar de un modo más o menos retorcido en el desafío colonoscópico del humorista.

    Ayer por la mañana, aburrido ya de matar moscas con el rabo, me dio por coger la misma lista para jugar a ver cuántos títulos aludían, de una manera más o menos cachonda, a este confinamiento que ya nos ha robado el mes de abril, como en la canción de Sabina. Sin salirme de la letra A, me salían -además de Abril, mismamente, la película de Nanni Moretti- Adaptation, Agenda oculta, Algo para recordar, Apocalypse Now, Atrapado en el tiempo, Ausencia de malicia, Azul oscuro casi negro… un buen puñado de indirectas que hablan del encierro, sí, y también de la labor del gobierno, y de la que nos va a caer encima cuando salgamos del zulo a trabajar -quien encuentre trabajo, claro.



    Animado por la chorrada, me dio por seguir repasando el documento de Word y al llegar a la letra P me topé -¡ostras, Pedrín!- con Prisioneros, que casi me tumba de un bofetón, con esa rotundidad de título casi inventado para la ocasión. Prisioneros no tiene nada que ver con el confinamiento que nos amuerma, pero sí con el confinamiento -¡spoiler, spoiler!- de dos niñas que son secuestradas sin dejar ni rastro, en la América Profunda de los padres desesperados que llevan la pistola encima y buscan hacer justicia por su cuenta, maldiciendo el trabajo policial con garantías constitucionales. Como Harry el Sucio, vamos, que es otra película que entraría de perlas en el juego guarrindongo de Jorge Ponce.



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Una historia de violencia

🌟🌟🌟

Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...

    Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales.  Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.

    En las películas, sin embargo, los amantes suelen ser personas poco normales, gente “peliculable”, de biografías excitantes u oscuras, extravagantes o complejísimas. Y por eso, en ese momento terrible de la noche de bodas, uno puede llegar a pensar que quien duerme pecho con espalda es un prófugo de la justicia, un testigo protegido, un agente de la CIA, un extraterrestre con forma humana como aquellos que pululaban por Men in Black... Su nombre verdadero podría no ser el que figura en el carnet de identidad. El carnet de identidad, mismamente, podría estar falsificado... Nuestro amor podría tener, incluso, un pasado de matón en Filadelfía, a sueldo de la mafia local, con varios fiambres en la conciencia y en la no-conciencia. Quién sabe si una vocación de asesino bien disimulada bajo esos aires de honrado ciudadano...



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