Gracias por fumar
Un día de furia
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Michael Douglas explota en cien llamaradas cuando pretenden cobrarle 85 centavos por una Coca-Cola en el badulaque de los chinos. Es justo lo que cuesta ahora y estamos hablando del año 1993. Es como si hubieran querido aplicarle de golpe los cien episodios inflacionarios que vinieron después de los dolores. Un auténtico robo. Ni Apu el de “Los Simpson” se hubiera atrevido a tanto.
Douglas, que ya viene calentito de la vida porque su mujer le ha dejado, le han echado del trabajo y acaba de abandonar el coche en mitad de un atasco como aquel de “La La Land”, exuda en esa lata de Coca-Cola la última gota de su paciencia. Es un detalle baladí, pero definitivo. A partir de ahí, Douglas perderá el oremus y se convertirá en un auténtico destroyer de la sociedad. Casi en nuestro héroe si no fuera porque su objetivo final es romper una orden de alejamiento con una pistola metida en la bragueta. Él dice que sólo quiere besar a su hija, pero va tan loco que todos nos tememos lo peor.
Si no fuera por ese "pequeño detalle", casi podríamos hablar de un bolchevique ejemplar que va ajusticiando a los fascistas, denuncia los abusos mercantiles y pisotea con saña los campos de golf de los ricachones. Cuando Michael Douglas se planta ante los menús engañosos de la hamburguesería y pronuncia aquello de “No quiero almorzar, quiero desayunar", nos conmueve con una frase revolucionaria a la altura de "Todo el poder para los soviets" que dijo el camarada Lenin.
“Un día de furia” tiene algo de profético. Lo de Michael Douglas le podría pasar a cualquiera hoy en día, plantado nte el expositor del aceite de oliva, que es el termómetro moderno de la explotación a los consumidores. Cuánto se ríen de nosotros los de la cadena alimenticia y los diputados en el Parlamento. Cuando no es la sequía es la lluvia; cuando no es la guerra de Ucrania es la franja de Gaza; cuando no es el productor es el distribuidor o el dueño de Mercadona... La revolución que finalmente tomará el Palacio de la Zarzuela empezará con otro consumidor muy cabreado, como aquellos parisinos del pan en La Bastilla.
Bullitt
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El trabajo del teniente Frank Bullitt es un no parar que produce mucho desasosiego. Un día le toca batirse a tiros con los maleantes y otro perseguirlos a goma quemada por las cuestas de San Francisco. Los espectadores nos lo pasamos pipa, pero él sufre un estrés laboral que no puede ser bueno para su salud. Cada día puede ser el último cuando se trabaja de inspector de policía en una película americana.
Otros días, los más llevaderos, el teniente Bullitt no se juega el pellejo en sus frenéticas pesquisas, pero tampoco es agradable entrar en los hoteles para encontrar mujeres degolladas o mafiosos con la jeta tiroteada. Ni tener que aguantar a ese hijoputa del fiscal del distrito, tan repeinado y tan bien trajeado, que solo quiere lanzar su carrera política sin respetar los tiempos ni las éticas del trabajo policial. Frank Bullitt, en algunas escenas, es como el agente Filemón Pi enfrentado al superintendente Vicente, todo tensión a punto de explotar en bocadillos llenos de signos raros y caras de cerditos.
Otros inspectores de policía -como aquellos de “The Wire”- terminarían la jornada poniéndose ciegos a whiskys en el bar de la esquina. Beber para olvidar. Y con el alcohol, claro, el derrumbe de los matrimonios, o de los amores, porque muchos llegan a casa muy tarde, o muy mamados, irascibles o verracos según los índices en sangre. Y quizá, quizá, impregnados con el olor de alguna prostituta, aprovechando que pasaban por delante del club-club-club camino de Ítaca.
Frank Bullitt, sin embargo, está a salvo de todo eso. En casa, cuando termina la jornada laboral, le espera Jacqueline Bisset para preguntarle qué tal en el trabajo y aderezarle la ensalada para cenar. Y luego, seguramente, porque ella es joven y lozana, y Steve McQueen un macho irresistible de la especie, echar un polvo enamorado que borre toda la mugre acumulada durante el día. En los brazos de una mujer así las jornadas laborales se disipan como niebla bajo el sol.
La escena más tensa de la película no tiene que ver con los criminales perseguidos, sino con ese “tenemos que hablar” que es el preludio de la tragedia verdadera.
Apocalypse Now
🌟🌟🌟🌟🌟
Río arriba está la
locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz
es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer.
Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del
mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una
experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los
maniáticos.
El coronel Kurtz es el Darth
Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el
equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía
construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo
del sindiós que provocan los pirados al volante.
La locura del coronel Kurtz
es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán
Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde
del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece
precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un
Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor
tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron
de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la
casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con
sus juguetes de tropecientos millones.
La II República española hizo
más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de
que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no
tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales,
sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.
Garra
🌟🌟🌟
Mi corta carrera como jugador de baloncesto se desarrolló en la temporada 85-86. Yo estaba en 8º de EGB y ya medía lo que mido ahora: 1’85 si voy erguido por la vida, o 1’83 si las penas se posan en mis clavículas. Un curso antes, los maristas habían intentado reclutarme para jugar al balonmano, que era el deporte sagrado del colegio. Pero yo, callándome los motivos, le dije que no, y que gracias, porque el balonmano era el deporte del enemigo. Y el enemigo era el mismísimo beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde las esculturas y los murales. Él nos quería así: sublimando los instintos con una pelota de balonmano. Y nosotros le odiábamos.
Al año siguiente nos tocó de tutor el hermano Pedro, que era un marista al que habían traído de no sé dónde para retirarlo. Mejor no preguntar, sí... El hermano Pedro -más conocido como HP- era un franquista que en clase nos alertaba de los peligros del socialismo y en el patio nos predicaba las maravillas del baloncesto, que según él era el deporte de las élites y de los chicos buenos, nada que ver con la purria de los barrios que jugaba al fútbol, y que éramos la mayoría de nosotros.
Aun así, dada mi estatura, HP me captó para jugar en la selección del colegio. Él podría haber sido el Adam Sandler de mi biografía, pero lejos de confiar en mí, me torturaba. Yo tenía un gancho demoledor, y metía los tiros libres con soltura, pero no sabía defender; y HP, en lugar de enseñarme, me chinchaba: “Así no, señor Rodríguez”; “Más intensidad, señor Rodríguez”... Si le hubiera preguntado cómo defender me hubiese arreado un bofetón. Eran otros tiempos.
Así estuvimos hasta que llegó la Navidad y fuimos a jugar un partido amistoso en Oviedo, contra otros pobres desgraciados. El hermano HP me tuvo en el banquillo hasta los minutos finales, que ya eran los de la basura. Salí a la cancha perdido y enfurruñado. Creo que no hice nada. En el viaje de vuelta, sinuoso e hijoputesco, se acercó hasta mi asiento y me dijo que hasta que no dejara de jugar al fútbol en los recreos no volvería a jugar jamás con él.
Y no volví a jugar.
El Padrino II
🌟🌟🌟🌟🌟
Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas
partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes
retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño
vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su
asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos
para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o
por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El
Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e
incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro
actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz
de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el
otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la
barriada.
Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el
ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre
los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la
primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras
maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa,
más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico,
con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco
igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de
héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre, la avaricia y el perdón... Hay temas que nunca pasan de moda, como bien
sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.
¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino
II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael
Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá
el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja
para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada
y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta
poleo.
El Padrino
Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.
Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una
ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que dice que la película que se estrena el día de
tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la
piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El
Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de
Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni
dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta
clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas
estáticas.
Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a
esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez
de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première
había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que
estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico,
la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el
relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por
ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de
Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible
perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías,
están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el
destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué
pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.
Open Range
De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.
Viudas
(contiene spoilers)
Las viudas son tres señoras que apremiadas por las deudas que dejaron sus exmaridos -unos golfos apandadores que murieron en acto de servicio- deciden dar un golpe con el que satisfacer a los deudores, llenar la cuenta corriente para abrirse camino en la vida, y ya de paso, ya puestas en el papel de atracadoras que heredan el negocio conyugal, recuperar el orgullo de mujeres que una vez fueron desenvueltas e independientes.
Matar a un ruiseñor
Atticus Finch, en el imaginario común, ha quedado como el padre que todos desearíamos haber tenido cuando éramos hijos, y el padre que todos aspirábamos a ser, cuando los hijos ya eran los nuestros y ejercíamos el oficio. Nos sigue maravillando su rectitud moral, su severidad razonada, su capacidad de encarar las circunstancias con el gesto de un estoico y la paciencia de un sabio. Pero qué tarde, ay, ahora que ya hemos colgado las botas y los hijos campan a su aire, con lo poco que hemos sabido transmitirles. Comparados con Atticus Finch, que todo lo explica con verbo certero y flema británica, sin descomponer nunca el rostro ni la voz, nosotros, los padres de mi ecosistema, que hemos nacido en una época más vehemente y más atropellada, nos hemos comportado como auténticos verduleros de la pedagogía, como verdaderos exaltados del magisterio. Todo lo hemos enseñado a voces, a gritos, a tacos, con amplios gestos de regocijo o de lamento, como italianos exagerados en una comedia de Alberto Sordi. Las comparaciones son odiosas, sí, y en ésta con el gran Atticus - o con lo que hizo de él el gran Gregory Peck- salimos la mayoría trasquilados.